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Crisantemos blancos, humor negro

Eusebio Borrajo

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Hablar de cementerios no es fácil. Sea por respeto, sea por miedo, o simplemente por el hecho de que nadie va allí por gusto, pero hablar de cementerios no es fácil. Hasta que llega el 1 de noviembre, y ese día se abre la tregua y el camposanto se convierte en feria, se pierde cualquier prejuicio, te da el punto y escribes por encima de duelos personales, de coronas de flores y lápidas desgastadas.

Nada mejor que visitar el cementerio de San Rafael el día de Todos los Santos para comprobar que vivimos en otra época. Poe se hubiera dedicado al monólogo humorístico si tuviera a su familia enterrada allí, un festival del humor negro adornado con crisantemos blancos como único recuerdo de que algunos van allí a recordar a sus muertos.

No soy de duelos dramáticos, ni largas plegarias. Soy de pocas flores, rezo corto y estancia breve en el cementerio. El recuerdo lo llevo en la memoria.  Creo que honrar a los tuyos es un acto íntimo y personal, que cada uno lleva el duelo como quiere o como puede y que nadie es nadie para dirigir sentimientos tan personales.

No soy de misa diaria, pero la escena parecía surrealista. Atascos, gorrillas aparcacoches y policías insensibles al día y al lugar protagonizaban el preludio extramuros. En el acceso, puestos de flores de plástico, vendedoras de cupones, arrendadores de escaleras y manijeros que te ofrecen su cuadrilla para limpiar o encalar nichos, tumbas o panteones. Una señora, ya dentro, reza en silencio rosario en mano, mientras una pareja adolescente pela la pava en el día, la hora y el lugar equivocados.

Y aunque la escena era algo bochornosa, casi de vergüenza ajena, mejor tomárselo con filosofía pensando en las risas que se estará echando mi madre viendo este sainete anual desde su palco privilegiado a dos metros bajo tierra.

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