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Está abierta la casquería

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Alfonso Alba

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Sí, lo reconozco. Yo soy un periodista de sucesos. Soy un profesional de contar desgracias ajenas (alguna vez me tocaron propias). Y siempre seré un defensor de la importancia en nuestros medios y en nuestra sociedad de este tipo de informaciones. La crónica negra, como cualquier otra crónica, puede llegar a ser un arte. Duro, estremecedor, con enormes dilemas morales, pero un arte. Ahí está A sangre fría de Truman Capote. Muchos años antes en España pudimos leer un texto increíble, de la crónica negra y política y firmado por Ramón J. Sender: Viaje a la aldea del crimen, sobre los sucesos de Casas Viejas que casi tumban a la II República.

Pero siempre existió un mercado de la casquería, que aportó enormes beneficios. En España no podemos olvidar que hasta hubo un periódico llamado El Caso donde se hicieron muy buenos trabajos, pero otros de dudosa integridad moral y hasta profesional. Ya entonces, parece que valía todo con tal de tener un titular que enganchase al lector, que disparase las ventas en los kioscos, que, en definitiva, nos llenase los bolsillos con las desgracias ajenas. Hoy son los clics, las visitas, las que mandan. Ya apenas quedan kioscos y el papel no aguanta la retransmisión en directo que podemos llegar a hacer de casos como el del pequeño Gabriel, que ha conmocionado a un país entero.

En Córdoba sufrimos, desgraciadamente, el caso Bretón. Profesionalmente, a los periodistas de Córdoba nos supuso larguísimas jornadas de trabajo, guardias infinitas en la finca de Las Quemadillas y hasta llegar a conocer y ser arrollados por los periodistas más famosos de la crónica negra en España, los buenos y los malos. Yo tuve la suerte de conocer a dos de los mejores, Jesús Duva de El País y Óscar López Fonseca, entonces en Público. Con ellos aprendí que no todo vale, que se pueden escribir excelentes crónicas sin hurgar en la basura de la familia Bretón, que se puede hasta hacer un retrato de la sociedad actual y que incluso uno se puede equivocar en una información, rectificar y pedir perdón por ello.

Pero también vimos empujones, informaciones especulativas que entorpecían más que ayudaban, directos de estrellas de la televisión que se centraban más en el morbo que en lo verdaderamente importante de la información y hasta a algunos periodistas comprando la versión del propio Bretón y creyendo que sus hijos estaban vivos, algo que desde el minuto uno nos descartó la Policía Nacional.

Estos días, muchos me preguntan si el caso Gabriel está teniendo la misma repercusión que el de Bretón. El de los niños de Córdoba la tuvo por que duró demasiado, por que la Policía se equivocó al identificar sus huesos que tenía localizados el primer día y por que el padre nunca confesó. El de Gabriel es quizás más extremo, por haberse desarrollado en apenas dos semanas, con protagonistas inesperados y con un cadáver de un niño de cuerpo presente. Y por que los padres siempre quisieron salir en la televisión, pedir ayuda y hasta dar lecciones de moralidad a quienes no la tenían: nosotros.

La Guardia Civil ha reconocido que la prensa ha llegado a poner en riesgo la investigación. Me lo creó. En el caso Bretón lo llegué a ver con mis propios ojos. Y la madre ha pedido que dejemos nuestra rabia y nuestro odio, y que nos centremos en recordar a un niño como lo que era, un pequeño alegre.

Algún día alguien tendrá que escribir un buen libro sobre este caso. Es posible que hasta lo lleven a la tele. Espero que no tenga piedad con la fábrica de casquería en que nos hemos convertido. O que quizás siempre fuimos. No lo tengo claro.

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