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Sovaldi ¿nos conmovemos?

Alfonso Alba

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La enfermedad es una experiencia transparente de vulnerabilidad. Si añadimos a esta condición (la de enfermo) cualesquiera de los indicadores que en la actualidad definen la exclusión, sea laboral, social, de origen, cultural, educativa, de vivienda..., estaremos hablando de una situación de fragilidad social. La enfermedad es una experiencia de vulnerabilidad y fragilidad absoluta.

Si un enfermo de hepatitis C dispone de recursos para financiarse el tratamiento del fármaco conocido como Sovaldi (650€ por pastilla, unos 50.000€ el tratamiento para veinticuatro semanas) seguirá siendo una persona vulnerable por la enfermedad pero verá muy atenuada su fragilidad social. Si no es así, tendrá que acudir, necesariamente, a la Sanidad Pública. Nuestro sistema de salud pública inserto en la Constitución (art. 43) establece y desarrolla el derecho a la protección de la salud y la competencia de los poderes públicos para organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas, prestaciones y servicios. Las leyes aprobadas vinculan a los poderes al cumplimiento de estas medidas. El riesgo mayor (lo sabemos y lo vivimos) estriba en que este armazón está ubicado en el ámbito de los principios rectores de la política social y económica (no en el de los derechos fundamentales). Es decir, que, las leyes pueden ser modificadas y los “derechos” verse ampliados (cosa rara) o disminuidos (lo más usual).

Para un enfermo, que sabe el carácter excluyente de la enfermedad, los medicamentos y la última técnica de intervención adquieren un valor prometeico. Y exige o demanda o ruega que se le suministren los medicamentos más eficaces o que se le intervenga con las técnicas más avanzadas. Está en su derecho. Los poderes públicos tienen la obligación de gestionar satisfactoriamente su necesidad.

En medio o por debajo o encima de esas situaciones se encuentra la denominada industria farmacéutica. Gilead, la empresa que comercializa el medicamento Sovaldi, tiene la patente de la molécula sofosbuvir hasta 2029. Este derecho de patente le permite aplicar un desorbitado (e infame) precio por el medicamento. Tiene a los gobiernos de medio mundo cogidos por los huevos. Mientras a los enfermos de hepatitis C les asegura y publicita, una y otra vez, que su medicamento tiene un índice de cura que alcanza el 95% (las autoridades sanitarias cuestionan ese porcentaje). El poder de la industria farmacéutica tiene dimensiones (y consecuencias) bíblicas. En los Estados Unidos la patronal de esta industria (la Pharmaceutical Research and Manufacturers Associations, PhRMA) es el mayor (y más rico) grupo de presión junto a la industria energética. Novartis, Glaxo, Lilly, Sanofi (Synthélabo), Merck, Pfizer, Sandoz-Ciba Geigy, Aventis (Hoescht y Rhône-Poulenc) son algunos de los nombres propios que los enfermos conocen (también los gobiernos). Son empresas globales que, como las grandes compañías tecnológicas y las entidades financieras, reflejan, como nadie, el modelo que se ha impuesto en el planeta. Han conseguido ligar, indefectiblemente, el nombre comercial de un medicamento a la cura de una enfermedad. Han desarrollado una avasalladora línea de pleitos internacionales (imposibles de costear para gobiernos y estados del denominado Tercer Mundo) para derrumbar las legislaciones nacionales que les impiden imponer sus patentes y monopolios (Sudáfrica, La India, Brasil). Han articulado una tela de araña de intereses y prebendas con medios de comunicación, empresas y asociaciones profesionales. Han empujado drásticos cambios en las legislaciones de patentes que obstaculicen el impacto de los genéricos con la inestimable ayuda de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y la Oficina Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI). Enfermos y gobiernos a su merced. El continente africano puso en evidencia, a finales de los noventa, el comportamiento de la industria farmacéutica mundial. Ésta se negó a la distribución de los medicamentos indispensables para atajar las enfermedades infecciosas (el 50% de los fallecidos eran a causa de ellas) que asolaban el continente. El altísimo precio de los medicamentos y la protección feroz de sus patentes impedían acudir en su auxilio. Millones de criaturas han muerto desde entones.

Nuestros enfermos de hepatitis C están asustados. También cabreados. Saben que el coste producción de una pastilla de Sovaldi es de 2,5€. Nuestro gobierno tiene una obligación: suministrar el medicamento y negociar, amenazar, compensar (o todo junto) a la empresa que juega de forma infame con la vulnerabilidad y fragilidad de las personas. Nuestra sociedad podría empezar por conmoverse. Comportándonos como si estuviésemos enfermos y necesitásemos ayuda, derechos y atención (en el fondo la enfermedad forma parte de la experiencia de vivir, de todos).

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