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Un viaje a la felicidad en el 'Priscilla'

Escena del musical 'Priscilla, reina del desierto' | ÁLEX GALLEGOS

Rafael Ávalos

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Al final la luz es intensa. La oscuridad es imposible. Ni siquiera al más oculto rincón escapa la brillantez del faro. Es el de la libertad, el de la alegría y, por encima de todo, el del respeto. Es al final del camino cuando lo mejor resplandece. Justo en el instante en el que una canción suena, unos ojos observan y unos corazones laten. Lo hacen de manera impetuosa, tanto que inician un veloz galope de emociones. El sentimiento nace de la forma más inocente tras un ataque de atrevimiento. Un atentado necesario contra las viejas normas y que es en realidad una lección de tolerancia. Sólo la mirada de un niño, su sencillez y su envidiable comprensión puede derribar los más elevados muros. Son los de la intolerancia, que no tiene lugar ni por asomo en la aventura más alocada que probablemente se haya dado en los últimos tiempos sobre las tablas del Gran Teatro. La desinhibición es total en el Priscilla, reina del desierto, un musical que llena cada espacio de color, música y sobre todo sonrisas. Y cuando acaba el trayecto nadie quiere bajar. Es lo que provoca realizar un viaje a la felicidad.

Sólo unos meses después de visitar una negra Alemania, Córdoba recupera la magia de un género indudablemente exitoso y en una lógica línea de continuidad. La ciudad, de hecho, comienza a necesitar cada vez más con mayor frecuencia la presencia de obras de este tipo. Sólo unos meses después de recordar lo importante que es beber cada mililitro de la existencia, Córdoba asiste a la mayor explosión de vitalidad posible. Porque vida es lo que proyecta e insufla en el espectador Priscilla, reina del desierto, un espectáculo vibrante que encuentra en estos días el final de su gira. Aunque no lo es del todo, puesto que el reconocimiento del público por toda España hace que sean ya otras localidades las que aguarden a un entendible compás de espera para sentir el estallido que es una obra genial. Bilbao, Salamanca, Jerez y Zaragoza están en la hoja de ruta, a partir de agosto, del autobús que vence cualquier barrera. A pesar de ser un poco un gran pedazo de hojalata, el vehículo cubre kilómetros a golpe de buen ritmo, mejor sentido del humor y una gran dosis de atrevimiento. Todo con una inmensa paleta de colores para pintar sobre el lienzo una divertida historia de algo más de dos horas.

Los prejuicios, si es que alguien los tiene todavía -y por desgracia lo habrá-, saltan por los aires en el exacto instante en el que comienza el musical. Suena el teléfono y a un lado habitan los temores de la realidad que esconde el otro. Responde Tick la llamada de su mujer Marion, de la que está separado por motivo razonable pero a la que le une una gran relación. Y más especialmente algo en común. Es su hijo, al que no conoce. Ése es el punto de partida de una aventura a lo largo del en ocasiones hostil desierto australiano. Comienzan ahí Las aventuras de Priscilla, reina del desierto -título de la oscarizada película que en 2006 dio pie a este entretenido libreto- La locura se desata poco a poco, hasta que ya es un huracán que todo lo arrasa. Siempre en positivo. El marido alejado es un artista drag, como Adam y Bernadette, una transexual otrora diva de los escenarios. Los tres se lanzan a un largo viaje en el que apenas resulta posible mantener las piernas en quietud.

Las butacas se mueven y las palmas invaden el teatro. Es normal, si se tiene en cuenta la banda sonora. Desde It’s Raining Men, a la que dieron fama The Weather Girls, hasta We Belong, popularizada por Pat Benatar. El recorrido permite escuchar algunas de las canciones disco y pop más reconocidas de las décadas de los setenta, los ochenta y los noventa, con alguna incursión incluso a los sesenta: es el caso de I Say a Little Prayer, que rememora las voces de Dionne Warwick y Aretha Franklin. El color dibuja un curioso paisaje siempre sobre un autobús y camino de Alice Springs, donde aguarda un nuevo espectáculo y principalmente la total liberación ante los miedos. En el camino, los protagonistas encuentran tanto la incomprensión como el aplauso. De todo hay en el Brooken Hills, donde la situación es por momentos desternillante. Después de superar los insultos de una camarera un tanto peculiar, el local se convierte en una fiesta total de la que participan todos. Pero el rastro de la falta de respeto marca el autobús con una pintada. Y en ese momento suena True Colors, que recuerda la versión más entrañable de la alegre Cyndi Lauper y su Girls Just Want to Have Fun. El mensaje al final del primer acto es claro: I Will Survive, con el sello de Gloria Gaynor.

Precisamente antes del merecido descanso, el autobús tiene una avería y aparece en escena Bob, un mecánico que al final termina por ser luz también para Bernadette. Es él quien acompaña a los protagonistas en el último tramo del extenso viaje. Pero antes debe surgir en la obra también la descorazonadora violencia de quienes ven lo diferente con los ojos de la intolerancia. En un momento dado, Adam sufre el ataque de unos talentosos homofóbicos. Talentosos por aquello de que demuestran la estupidez de la que es necesario siempre escapar. Lo que es intolerable es una actitud como ésa, es la gran lección que ofrece Priscilla, reina del desierto. Aunque la mejor es la que muestra el pequeño Benji, el hijo de Tick. El niño conoce de primera mano la orientación sexual y el oficio de su padre, pero no importa lo más mínimo. Así es cómo los dos regalan una escena rompedoramente tierna para quien en ese instante tenga ya el corazón abierto de par en par, como lo hacen los dos drag queens y la veterana artista transexual. En la cama del dormitorio del chico y con un peluche en la mano, padre e hijo se dicen todo cuanto necesitan a través de otro tema imperecedero: Always on My Mind, del eterno Elvis Presley –aunque originalmente la grabara Gwen McCrae-.

“Siempre en mi mente”. Y es la inocencia de un niño la que definitivamente derriba los muros que pudieran existir. Y es la inocencia de un niño la que hace desvanecer los temores que realmente tiene el adulto. Y es la inocencia de un niño la que recuerda lo realmente importante: la persona. Es el galope sentimental con el que se adivina esa canción última, tras la cual el público quiere más. En pie, todo el teatro responde con una apabullante ovación a un elenco sobresaliente. Un reparto que termina con claros síntomas de emoción en su agradecimiento. La despedida no puede ser mejor tras la noche intensa, en la que la espectacularidad de la obra, con divas que levitan gracias a la magia del teatro, y una compleja puesta en escena lo son todo por la actuación de cada uno de los intérpretes. Brilla especialmente Christian Escuredo, que se mete en el papel de Adam -Felicia como nombre artístico-. Pero no menos lo hacen José Luis Mosquera -Bernadette- y Jaime Zatarain –Tick- o las tres grandes voces voladoras: Silvia Parejo, Teresa Ferrer y Aminata Sow. En realidad, destacara a unos cuantos es desmerecer al resto y no resulta justo, pues la totalidad de los intérpretes causan lo que es una auténtica explosión de vitalidad. Todos acompañan de manera perfecta en un imprescindible viaje a la felicidad.

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