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Muertos sin nombre

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José Carlos León

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Estoy escribiendo esto antes del fin de semana, así que no sé cuántos serán. Más de 12.000 quizás, un número que fuera de contexto no deja de ser una fría cifra más, pero que refleja los muertos que llevamos en España debido al coronavirus. Y la cifra irá subiendo. No tienen nombre, no tienen rostro ni sus familiares tienen voz ni llanto. Son solo eso, un puto número.

Es terrible, un drama nacional, un desastre inaceptable, una catástrofe sin parangón. Pero en esta crisis los números son meros datos, registros gélidos que rutinariamente se pasan a las 11:30 en una rueda de prensa convertida en un macabro parte que ya ha formado a ser parte de nuestras vidas confinadas. Como si fuera un número de la lotería, parece existir interés en que esta infamia pase de una forma aséptica, en un estado de profilaxis moral y de anestesia social mientras seguimos encerrados en casa viendo como el caos y el drama se apoderan de nuestro país, sin poder hacer nada para expresar nuestro pesar, y tampoco nuestra rabia. Y puede que exista una razón.

A grandes rasgos (y sin entrar en muchos detalles), nuestro cerebro no sabe pensar en abstracto, y un número no deja de ser un concepto sin contenido hasta que se pasa a lo concreto. Por eso en las noticias, cuando hablan de la magnitud de un incendio forestal, primero dicen el número de hectáreas quemadas, pero luego añaden “el equivalente a X campos de fútbol” porque la mayoría no tenemos ni idea de a cuánto equivale una hectárea. Sólo entonces sí nos hacemos una idea de todo lo que ha ardido. Pues 12.000 es una cifra grande, pero hasta que en nuestra cabeza no se construye una representación interna de lo que supone ese guarismo no empiezan a pasar cosas en nuestro interior, es decir, no empezamos a generar emociones, y sin emociones no hay reacciones. Si a ese número no se le pone cara, voz e imagen, si no se cuenta la historia que hay detrás de cada uno de esos dramas no deja de ser un dato, una estadística hueca sin repercusiones emocionales. ¿Se imaginan a toda la población de Peñarroya muerta y el pueblo convertido en un tétrico cementerio? ¿Se imaginan una buena entrada en El Arcángel repleta de cadáveres en las gradas? Con esas imágenes en la cabeza, la percepción del dato ya es muy distinta, ¿verdad? Pues eso es lo que está pasando en España, pero por el momento esos relatos están secuestrados.

Te voy a poner otro ejemplo para que lo tengas más claro. Cuando estábamos en el colegio y aprendíamos de memoria sólo almacenábamos datos que no dejaban de ser cifras, fechas o enunciados, por eso cuando pasaba el examen los olvidamos por completo. Sólo lo que nos afecta emocionalmente (de una u otra forma, ya sea por amor, asco o ira) queda registrado en nuestro cerebro para siempre. Por eso sabemos canciones de memoria, poemas, diálogos de películas o párrafos de libros, por eso recordamos como si fuera hoy conversaciones, paisajes, viajes, besos… La información resbala, pero la emoción permea. Y en esta catástrofe sólo estamos teniendo información, datos, cosificando a las personas y convirtiendo la tragedia en una cifra. Números fácilmente olvidables en un marasmo de números sin rostro. Lamentable.

Vemos en televisión los camiones llenos de ataúdes en Italia, pero aquí se evitan las imágenes de féretros, de esos macabros convoyes que sólo llevan muerte y pena. En España también los hay, como los del Palacio de Hielo de Madrid, pero no se ven. Seguramente sea para no “dañar la sensibilidad” del espectador, que bastante tiene con estar encerrado en su casa, pero también se está anestesiando y adormilando a la masa en una situación que, en cualquier otro caso y con otros altavoces, ya estaría teniendo otras consecuencias muy distintas. Quizás interesa que sea así.

Eso es lo que hace un Estado totalitario, que elije qué es lo que tiene que saber su pueblo, qué pensar y, por supuesto, qué sentir. Así está todo más controlado y nadie se sale del discurso único que, por supuesto, es el veraz. Todo lo demás son intoxicadores y peligrosos enemigos del Estado. Si han visto Chernobyl sabrán de lo que estoy hablando, en el último esperpento del decadente sistema comunista. Puesto éste es nuestro Chernobyl, porque va a cambiar nuestras vidas para siempre. El Estado totalitario se disfraza de un falso paternalismo para adormilar primero, anestesiar después y dirigir y adoctrinar finalmente, dotado de una orwelliana Policía del Pensamiento que marca lo que está bien y lo que no, condenando por supuesto a todo el disidente.

Siempre ha existido en los medios el debate de si hay que sacar muertos en la portada. Es duro, pero hasta que no tuvimos la imagen del pequeño Aylan no nos dimos cuenta del drama sirio, y sólo eso hizo que se nos removieran las conciencias y que alguien empezara a hacer algo. Poco, pero algo. Pues nosotros no tenemos a nuestro Aylan. Sólo tenemos números, y hasta que no tengamos una imagen de la catástrofe seguiremos anestesiados, contando los muertos como si fueran sólo una cifra. Quizás eso es lo que quieren.

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