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Benditos inconscientes

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José Carlos León

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Hace unos días charlaba con Rafa González sin que Monica Bellucci saliera en la conversación, lo que ya es un milagro. En un momento dado nos planteamos si el cambio era necesario, si el deseo de mejorar y crecer era inherente al ser humano o algo casi obligatorio en nuestro desarrollo personal y profesional. ¡En absoluto! El mundo está lleno de gente que no tiene ni la más mínima intención de complicarse la vida, que tiene una vida plana y sin sobresaltos en la que se siente absolutamente cómoda, pasando los días inmersos en una rutina que les aporta estabilidad y seguridad. En el caso extremo hay incluso amebas andantes, gente con las neuronas y el talento justos para echar el día que así construyen un escenario de aparente bienestar. Me parece fantástico, de verdad. Hace mucho tiempo que decidí quitar las etiquetas “bueno” y “malo” de las personas, los comportamientos o las situaciones. Que cada uno haga lo que le dé la gana. Faltaría más…

De hecho, es uno de los principales errores que cometemos los coaches novatos, cuando tras completar nuestra formación salimos a la calle pensando que podemos salvar el mundo con nuestra capa de Superman y cambiarle la vida a todo el mundo. Error… Sólo puede cambiar el que quiere cambiar y esté dispuesto a pagar el precio (económico, personal, emocional, físico…) que supone ese proceso. El que no quiere cambiar está en todo su derecho de quedarse donde está y no hacer nada al respecto, aunque eso signifique seguir igual de jodido. Y hay que respetarlo, porque no sirve de nada que todo el mundo vea que alguien necesita cambiar y hacer las cosas de otra manera. Por mucho que se lo digas o que se lo muestres, hasta que esa persona no lo vea, es imposible que nada cambie en su cabeza.

Imanol Ibarrondo es una de las referencias del coaching deportivo en España. El autor del muy recomendable La primera vez que le pegué con la izquierda defiende que el crecimiento sólo es para los mejores, porque son los que siendo buenos entendieron un día que su única forma de seguir progresando era hacer cosas distintas e incómodas. Puede sonar algo presuntuoso, pero todo proceso de cambio comienza por un honesto y doloroso ejercicio de toma de consciencia, por identificar dónde estamos en este preciso momento y darnos cuenta de que probablemente no es dónde nos gustaría estar. Y no todo el mundo es capaz de eso.

Dice la RAE que la consciencia es “la capacidad del ser humano de percibir la realidad, reconocerse y saber relacionarse con ella”. Casi nada. Es eso que en inglés se llama awareness, un concepto básico y sine qua non para iniciar un proceso de cambio, porque no se puede ir a ningún sitio si no somos conscientes de nuestro punto de partida. En ese caso, la posibilidad de andar en círculos para terminar quedándonos en el mismo sitio es enorme. Tú y to estamos rodeados de lo que llamo benditos ignorantes, gente que vive en ese estadio previo a la toma de conciencia y que no tiene ni la más mínima intención de ello, simplemente porque no saben, o en la mayoría de los casos, porque prefieren no hacerlo, vaya a ser que descubran algo que les joda la existencia. Vivir en el “ni lo sé, ni me importa, ni falta que me hace” es enormemente cómodo, aunque signifique seguir instalado en el dolor y la incomodidad que supone una realidad muy alejada de la deseada. Total, esto es lo que nos ha tocado o lo que nos ha mandado el Señor.

Un ejemplo clásico cuenta que los barcos fueron creados para navegar, aunque ello implique hacerlo en los peores escenarios, en tormentas y tempestades. Sim embargo, esa es su misión y su sentido. Lo cierto es que donde más seguro está un barco es amarrado a puerto, resguardado del peligro y ajeno a cualquier riesgo. El problema es que si un barco se queda anclado en el puerto, sin la actividad y los cuidados necesarios, termina pudriéndose carcomido por el óxido. Por peligroso e incómodo que pueda parecer, un barco está condenado a cumplir su tarea para seguir activo y en buen estado. Pues a las personas nos pasa más o menos lo mismo, aunque igual que el armador o el patrón del barco, también tenemos la capacidad de elegir qué queremos hacer.

Es lo que la psicóloga estadounidense Carol Dweck lo ha llamado mentalidad fija o mentalidad de crecimiento, algo que aplica a las organizaciones, a las empresas y también a las personas. Profesora en la Universidad de Stanford, Dweck señala la diferencia entre los que tienen una creencia estática de la inteligencia, del desarrollo e incluso de su propia personalidad, y de los que generan una visión dinámica, de crecimiento y desarrollo. Esa mentalidad afecta a un comportamiento y una forma de pensamiento que divide el mundo entre los que creen que su potencial vino determinado de nacimiento o los que se desafían a sí mismos a un crecimiento cuyo techo es desconocido, aunque sea a costa de evitar la seguridad y meterse continuamente en problemas. Estos tipos de mentalidad provocan una forma distinta de enfrentarse a los retos, de asumir los fracasos, de aceptar las críticas y de entender el aprendizaje como algo continuo o estático. Al fin y al cabo, determina la forma en la que decidimos enfrentarnos a la vida.

Conocí la obra de Carol Dweck gracias a Carlos Herreros, que es probablemente uno de los introductores del coaching en España, pero más allá de eso es un maestro en el neuromarketing, el liderazgo y la vida en sí misma. En sus formaciones suele contar la historia de Ij y Oj, dos prehistóricos antepasados nuestros que iban por la vida con dos planteamientos completamente diferentes. Ij siempre iba a lo seguro, caminaba con cuidado, no quería meterse en cuevas desconocidas y evitaba cualquier peligro. Por su parte, Oj no tenía miedo de mirar tras los matorrales, de meterse en cuevas extrañas sin saber qué habría dentro o de probar cualquier fruto que se encontraba por el camino. “¿De quién de los dos somos descendientes?” pregunta Carlos en sus formaciones, y la respuesta nunca está clara. “Pues somos hijos de Ij, porque sin su cautela nunca habríamos llegado vivos hasta aquí. Si todos fuéramos como Oj, en algún momento nos habríamos envenenado o nos habría comido un oso y estaríamos muertos. Pero también es cierto que sin los riesgos de Oj no habríamos aprendido ni hubiésemos descubierto nada nuevo. Por eso somos hijos de la cautela de Ij y del espíritu aventurero de Oj”. En palabras de Dweck, somos el fruto de la mentalidad fija de uno y de la mentalidad de crecimiento de otro. Pero al menos, es necesario saber que existen ambas, y ya sería la bomba aprender a utilizar una u otra en un momento concreto o ante una situación específica.

El único problema es que puede que algunos de esos benditos ignorantes sólo se den cuenta de que quizás debían haber salido a navegar a mar abierto cuando ya era tarde, cuando el barco ya está podrido y pasa sus últimos días no en un hangar, sino en la triste cama de un hospital esperando que llegue el final. Es completamente respetable, pero ahí ya no hay nada que hacer.

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