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Recuérdame

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José Carlos León

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Jueves, víspera de Todos los Santos. Las niñas llegan a casa disfrazadas de la fiesta de Halloween del colegio y quieren que hagamos tarde de película y palomitas. Con seis años manejan Netflix mejor que yo, y aparecen como opciones La novia cadáver y Pesadilla antes de Navidad. Detesto todo lo que huele a Tim Burton, así que con un poco de presión conseguimos que elijan Coco. Ya tiene sus años, pero aún no la hemos visto, quizás aplastada en su memoria por los cientos de veces que hemos tenido que chuparnos Frozen. A las niñas no les hace mucho chiste y amenazan con quitarla. “¡Noooo!”, gritamos a coro Inma y yo, acurrucados cada uno en su esquina del sofá, momento en el que nos miramos comprobando cómo lagrimones como pianos caen a plomo por nuestras mejillas. Vaya tardecita…

Desde el jueves, en mi escala de escenas lloronas de la historia del cine he colocado la del niño cantando Recuérdame a la altura del semáforo en Los puentes de Madison. Quizás sea porque todavía tengo demasiado presente la muerte de mis padres, y cuando Carla dijo “se parece a la abuela Lola” me desmoroné. Arrugadita, entrañable, instalada permanentemente en su sillón, con la memoria perdida en algún lugar pero llena de amor… En algún momento todas las abuelas son así y así las recordaremos, porque como reza el dicho, nadie muere mientras sigue vivo en nuestro recuerdo.

Y más allá del tópico, es algo científicamente cierto. Recordar viene del latín re-cordis, literalmente, pasar dos veces por el corazón, donde se supone que habitan los recuerdos más amorosos. En realidad los recuerdos se generan en el hipocampo y se almacenan en la corteza prefrontal en la parte frontal del cerebro, en su parte más racional y lógica. Lo interesante es quizás saber cómo construimos los recuerdos, que no dejan de ser revisiones de experiencias ya vividas. Esa es la palabra clave, experiencia, porque el cerebro no entiende de tiempos verbales, es decir, no sabe si lo que estamos experimentando es presente, pasado o futuro.

De hecho, sólo podemos procesar la información que tomamos de la realidad de dos maneras. Podemos hacerlo con una percepción en directo y en primera persona, viendo, oyendo, sintiendo lo que está pasando delante nuestra, en lo que llamaríamos una experiencia primaria. O, por otra parte, podemos tener una experiencia construida, en la que de nuevo mediante los sentidos somos capaces de generar una experiencia viajando en el tiempo, ya sea recuperando situaciones que nos acontecieron en el pasado o armando con total fidelidad algo que nos puede suceder en el futuro y, que como aún no ha sucedido, es básicamente mentira.

Pero eso al cerebro le da igual. Tanto es así que las conexiones neuronales que se producen son exactamente las mismas al vivir algo en directo que al recordarlo o construirlo. Donde pongo “construir” puedes poner sin ningún complejo “inventar”, porque todos los recuerdos del pasado o construcciones del futuro son recreaciones sesgadas de un hecho según nuestros intereses, nuestros gustos, nuestros valores o nuestra memoria. Cuando recordamos algo no lo recordamos todo exactamente tal y como sucedió, sino que mediante los sentidos rememoramos sonidos, palabras, hechos, olores, situaciones específicas (agradables o desagradables), sólo las que nosotros queremos recordar y recuperar con la memoria.

Lo mismo pasa cuando nos imaginamos algo o a alguien. Utilizamos nuestros sentidos para construir un evento del futuro, cómo serán nuestras vacaciones a ese sitio al que nunca hemos ido pero del que tanto hemos leído, o incluso para inventarnos a esa persona que aún no conocemos. Imagina que nunca has estado en Estambul, pero seguro que con alguna referencia que hayas cogido por la televisión, algo que hayas leído y poco que te hayan contado eres capaz de recrear la llamada a la oración, el tráfico caótico, el olor del té negro y de las cientos de especias que encontrarás por las calles, la vista del Bósforo o el sabor del cordero recién hecho. Puede incluso que ahora estés salivando porque tu cerebro se acaba de trasladar a Turquía, pero todo es mentira.

¿Cómo podemos enamorarnos de alguien a quien no conocemos? Basta con escuchar su voz, tener alguna foto o una videollamada, leer sus mensajes y oír su risa. A partir de ahí nuestro cerebro hace una recreación sesgada e interesada de la persona amplificando virtudes físicas o mentales y minimizando (o eliminando) defectos, poniendo a trabajar a tope la parte límbica (enamoramiento) e incluso la reptiliana (deseo). Y entonces empezamos a somatizar esa experiencia, generando emociones, secreciones, palpitaciones e incluso erecciones como si fuera absolutamente real, pero nada es verdad. Directamente, nos lo acabamos de inventar o hemos engañado a nuestro cerebro, que se ha limitado a construir una experiencia que para nuestro cuerpo es completamente cierta.

Recuerdo ese momento siempre doloroso, apenas unos días después de que mi madre falleciera, en el que los hermanos nos reunimos en casa para repartirnos los recuerdos de toda una vida. Cada uno quiso quedarse con ese trozo de memoria física (otro día hablaremos de los anclajes) que más allá de su valor representaba algo especial en su historia personal, y quizás fui el que menos cosas quiso llevarse a casa. Puede que no me hicieran falta, porque es cierto que nadie desaparece completamente de nuestras vidas mientras siga vivo en nuestros recuerdos, mientras seamos capaces de reconstruir (y da igual si lo hacemos con fidelidad o no) esas experiencias que quedarán para siempre en nuestra memoria, esas palabras, esas canciones, esas risas, esos olores, esos sabores y esas imágenes que nunca, nunca, podrán desaparecer.

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