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Ponga un cuñado en su vida

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José Carlos León

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Quien más, quien menos tiene al menos uno (o una, porque aquí también se está logrando la igualdad de género) en la familia. Son el perejil de todas las salsas, la quintaesencia del conocimiento, hombres y mujeres del Renacimiento bendecidos por la sabiduría en todos los campos y dotados de una inteligencia superior. No es que sepan de todo. Es que lo saben todo de todo. Da igual de lo que estés hablando, ellos (o ellas) tienen la última palabra, la solución, la sentencia divina. De coches, de política, de economía, de ordenadores, de fútbol… Da igual, siempre tienen una opinión aunque generalmente nadie se la haya pedido. No una opinión cualquiera: la opinión, dictada cual tabla de la ley como dogma de fe. Los hay con tres carreras (lo que le suma un plus avalado por inútiles diplomas que cuelgan de la pared), aunque generalmente no saben hacer la o con un canuto, pero les da igual. A menos educación, menos vergüenza. Si encima tienes la suerte de tener más de uno en la familia, el perol del domingo suele convertirse en un cónclave que deja en pelotas cualquier reunión del G-20 o del Club Bilderberg. Sí, ya sabes de quién te hablo: de tu cuñado.

Venga, es una coña (¿o no?), pero el caso es que todos conocemos al típico jartible que lo sabe todo y tiene que quedarse encima. Seguro que ahora mismo tienes en mente a alguien que responde a este perfil, y no tiene por qué ser el marido de tu hermana. Un compañero de trabajo, alguien que va a tu mismo bar, tu peluquera o el que se sienta a tu lado en El Arcángel… Puede que simplemente se trate de un capullo de manual, aunque ese comportamiento tiene una explicación científica: los sesgos cognitivos. Básicamente los sesgos son atajos que toma nuestra mente para dar una respuesta inmediata a todos los estímulos e informaciones que nos rodean. Como procesarlos o conocerlos todos sería larguísimo y agotador, nuestro cerebro prefiere acortar por el camino de en medio y filtrar interesadamente esa información para llegar a una conclusión acelerada que damos inmediatamente por buena. Es más rápida e intuitiva, aunque por el camino perdamos veracidad. Aunque claro, a un cuñado eso no le importa porque su respuesta o su opinión es la mejor. A partir de ahí sólo queda defenderla hasta la muerte como verdad universal.

Hay sesgos de todos los colores, suelen ser de origen social y seguro que te has enfrentado a alguno de ellos. Está el llamado sesgo de atribución, que enfatiza y da por ciertas todas las experiencias u opiniones de otra persona (el típico “pues fulanito dice/me ha dicho que” o “a menganito le ha pasado”). Otro fantástico es el sesgo de confirmación, que se encarga de buscar hasta debajo de las piedras referencias que confirmen lo que ya creo firmemente, aunque eso implique descartar e incluso ignorar las referencias u opiniones que lo cuestionen o que simplemente lo desmonten. Suele ir acompañado de “ves, lo que yo te decía”, una de las frases básicas de cualquier cuñado que se precie. Extendidísimo es el sesgo de falso consenso, que tiende a extender la propia opinión, creencia o experiencia como una realidad universal y expandida entre la mayoría, tomando la parte por el todo y llevando lo particular a general. Son los típicos casos de “como me ha pasado a mí –aunque sólo haya sido una vez-, le tiene que pasar siempre a todo el mundo”, o convertimos el “yo no tengo calor” en “aquí no pone el aire acondicionado ni Dios aunque os estéis asfixiando”.

Quizás el sesgo más extendido es el Dunning-Krugger, que básicamente hace que el ignorante crea que sabe de todo y, por supuesto, piense que los demás no tienen ni puta idea de nada. Se le atribuye a Aristóteles la frase de “el ignorante afirma, mientras el sabio calla”, y en los memes de Facebook es fácil encontrar que “el ignorante grita, el inteligente opina y el sabio escucha”. Lo cierto es que mientras menos sabe alguien del mundo, más envalentonado se siente para hablar y dictar sentencias acerca de lo poco que conoce, mientras que quien reconoce su ignorancia prefiere callar, escuchar y aprender consciente de todo lo que le falta por conocer. La ignorancia es atrevida, o como decía Darwin, “engendra más confianza que el conocimiento”, de ahí el desahogo con el que hablan los opinólogos de guardia y salvapatrias de cabecera, siempre dispuestos a arreglar el mundo con sus recetas maestras.

Cuando Maslow desgranó las cuatro etapas del aprendizaje olvidó un quinto escenario entre la incompetencia consciente y la competencia consciente, el de aquél que “cree que ya sabe”, y que ante tal realidad no tiene más necesidad de aprender. De hecho, la soberbia es una de los principales enemigos del aprendizaje, la creencia de que ya lo sé todo o, en su defecto, la incapacidad para reconocer abiertamente lo que desconozco. Porque como dice el cuento budista, en una taza llena ya no entra más té.

¿Y cómo tratar con uno de estos personajes? Sinceramente, no tengo ni idea, aunque creo que los de Muchachada Nui dieron con la receta hace algún tiempo. Será cuestión de aplicarla.

https://www.youtube.com/watch?v=riYs74kGqFU

“Hacer amistad con el ignorante es tan tonto como discutir con el borracho”

Khalil Gibran

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