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El voto de los reptiles

José Carlos León

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No, tranquilos. No quiero empezar llamando víboras a los candidatos a la presidencia (alguno quizás lo mereciera), sino poniendo en contexto lo que llevamos meses aguantando y las dos semanas que nos esperan: una campaña electoral con pocos contenidos y mucha apelación a la víscera. Al fin y al cabo, una campaña reptiliana.

Los seres humanos nos jactamos de ser seres racionales, pero nada más lejos de la realidad. Como dice el doctor López Rosetti, “somos seres emocionales que de vez en cuando razonamos”, herencia directa de cuatro millones de años de evolución que nos han traído hasta aquí y que quizás no nos lleven mucho más lejos. Eso tiene un impacto absoluto en nuestro día a día y lo tendrá el día 28 cuando vayamos a votar.

En la década de los 50, el doctor Paul McLean desarrolló la teoría del cerebro triuno, en la que planteaba la evolución del cerebro desde los dinosaurios hasta el homo sapiens, separando tres etapas en la formación del órgano (supuestamente) pensante. Todo arranca con la parte más primitiva e impulsiva, el llamado cerebro reptiliano, una mera y arcaica extensión de la médula espinal que se encarga de manejar los instintos más básicos y primarios: supervivencia y perpetuación de la especie. La aparición de los mamíferos provocó una evolución y la aparición del llamado cerebro límbico, encargado de la gestión emocional. Sólo tras milenios de evolución surgió el cerebro racional, el encargado de las decisiones lógicas, y que gracias a su mayor tamaño supuso el gran salto diferencial entre el homo sapiens y el resto de especies. Los humanos tendemos a pensar que éste último y evolucionado trozo es el que nos hace distintos, superiores y únicos, pero olvidamos que los otros son comunes con el resto de animales y, sobre todo, que ya estaban ahí muchos millones de años antes de que presumiéramos de nuestro querido cerebro racional. De hecho, esa división entre tres partes no es tal, ya que están unidas e interrelacionadas por millones de conexiones neuronales que, en su gran mayoría, tienen su origen… en el cerebro primitivo. Sí, en el reptiliano.

Tomamos miles de decisiones absurdas, incoherentes, ilógicas. Compramos cosas que no nos hacen falta, elegimos relaciones o parejas que no nos convienen e incluso trabajos que nos matan poco a poco. Desde la razón son insostenibles, pero una vez tomadas somos especialistas en explicarlas y justificarlas, quizás para convencer a los demás o simplemente para autoengañarnos.

La política también ha dejado de ser racional, y esta campaña ni lo es ni lo será. Sólo hay que ver los últimos ejemplos. El triunfo de Trump, el resultado del Brexit, la victoria de Bolsonaro… Ninguno de ellos puede responder a criterios lógicos o razonables, ni falta que hace. Así lo entendieron sus protagonistas con pocas propuestas y muchos mensajes viscerales que buscaban una reacción animal e instintiva del votante. Y lo consiguieron. Tenemos otro ejemplo más cerca: Cataluña. Da igual que se planteen cuestiones como la salida de la UE y del euro, la fuga de empresas, la bajada de la inversión y del PIB, la ilegalidad del referéndum, la inexistencia del derecho a la autodeterminación… Es inútil. En Cataluña hay dos millones de personas dispuestas a tirarse por un precipicio si hace falta, a creerse todas las milongas que les han contado (y las que les contarán) los Pujol, Mas, Puigdemont, Torra y compañía y a seguir viendo TV3 como si fuera la palabra de Dios. Están emocionalmente secuestrados por su fanatismo y no quieren que nadie les rescate. Acudir a la lógica no sirve de nada. Hay razones que el corazón no entiende.

Es lo que el profesor de la Universidad de Stanford Niall Ferguson ha denominado “emocracia”, el gobierno de las emociones por encima de la razón e incluso por encima de las mayorías, borrando esa “d” que le quita hasta el poder al pueblo para otorgárselo a la masa manejable mediante el control de sus emociones. Puede que esa masa se dé cuenta de su error apenas un segundo después de haber metido la papeleta en la urna, pero ya es tarde. Nuestro lado más primitivo y poderoso ha triunfado sin dar espacio para la razón, eso que contradictoriamente nos hace humanos. El pueblo es maleable; la política, la propaganda y la publicidad lo han sabido siempre, y ahora también.

No es de extrañar que, ahora más que nunca, en esta emocracia, todos los partidos apelen al miedo. El miedo a la derecha, el miedo a la izquierda, a los que están, a los que pueden venir, a cambiar, a seguir igual… el miedo al otro, al fin y al cabo. No hay nada mejor que buscar un chivo expiatorio, un enemigo común para unir fuerzas y defenderse aunque sea a voto limpio. “Cuanto más fuertes son tus sentimientos, más fácil los transformas en indignación y más influyente eres”, sentencia Ferguson, algo que podrían firmar todos nuestros presidenciables.

El miedo es la emoción más potente del ser humano, la más antigua y por tanto la más instalada en nuestro cerebro reptiliano. Es la emoción que nos ha traído hasta aquí, porque su primera misión es alejarnos del peligro, evitar lo desconocido y mantenernos con vida. Puro instinto de supervivencia. El miedo es la incertidumbre, la inseguridad ante lo desconocido, y aquí da igual si lo que está por venir es mejor o peor. A tu cerebro eso le da igual. Lo único que quiere es protegerse, y si tiene identificado al enemigo, mejor. El miedo y el odio hacen el resto. El cerebro primitivo ha tomado el poder. Los reptiles vamos a las urnas.

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