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Una hipoteca en Miralbaida

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Antonio Agredano

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Han puesto a la venta un piso en el tercero. En el segundo viven mis padres y en el cuarto mis tíos. Ese piso es la nata de una oreo. Vi el cartel de la inmobiliaria y me dio un vuelco. Desde que apunté el número en la agenda del móvil, he fantaseado con hipotecarme. Tener un piso en Córdoba y preparar mi futura vuelta a la ciudad. Algún día. Sin prisas. Cuota a cuota. Dejándome caer por allí los fines de semana primero. Abrir las ventanas al llegar. Dejar que penetre en mí el aroma de la propiedad privada y la deuda eterna. El perfume dulzón de los intereses. Dejar el grifo correr. Encender las regletas. Recibir a los amigos los sábados. Tener una casa, tener un ancla, tener un lugar donde caerme muerto. Ikea, la tumba del amor. Montar los muebles con el jolgorio de acabar con las mudanzas, los libros empaquetados, las explicaciones al propietario. Rogar para que me cambien la lavadora.

Miralbaida es un barrio tranquilo. Adolfo, por ejemplo, se muda por allí muy pronto. Podríamos quedar para tocar por las tardes o para ver el fútbol en el Diego. Desayunos de domingo. Tostadas empapadas de aceite, pizcos de jamón, el periódico sobre la mesa. Hablar del Córdoba. Hablar del Córdoba y de los vecinos y del partido de benjamines que jugó ayer mi niño y donde discutí con un padre a voces y de que hay que ver la gente que no respetan nada.

He imaginado a Fidel bajando y subiendo las escaleras sin camiseta para ir a incordiar a los abuelos, o a su tío Sebastián y su tita Pili. Lo he imaginado corriendo en el parque que construyeron frente al bloque. Vieja reivindicación vecinal. Cuando yo era niño allí sólo había jaramagos. Si el balón salía despedido costaba encontrarlo. Cuando limpiaban el descampado, cada mucho, aparecían pelotas muertas. Las pateábamos como si fueran cráneos. Cementerio de Mikasas. Ahora van los niños con la bicicleta. Y las madres con los leggins. Andan los mayores por el circuito con ese ritmo frenético y presidencial. El barrio está mejor, dicen. Pero siempre estuvo bien. Hay belleza en el desorden y hay belleza en lo que está por construir.

También estaba allí el campo de fútbol del C.D. Miralbaida, donde fui feliz y cicatricé mis muslos en el albero por querer ser guardameta. Y hubo amores de verano en los soportales y algún vómito en la madrugada. Una vida a las espaldas. De pequeño le decía a mi padre “vamos al barrio” para que me llevara a Figueroa, donde estaban mis amigos. Me recibían como a Ulises, con misterio y lejanía. Me fui de allí a los doce años y sentí que la vida se me partía tiernamente. Ahora están cerca los dos barrios en que crecí, apenas un paseo. Antes los dividía un campo hostil, un caminillo que se embarraba, un canal que había que saltar y girasoles amenazantes. Leyendas acerca de robos y a una señora que le arrancaron el dedo con una navaja para quitarle el anillo. El progreso es de hormigón y asfalto. Todo está gris y unido. Hay venas de petróleo, aceras estrechas y nuevas familias. El brazo armado del socialismo son las hormigoneras y las vallas amarillas de obra.

Calculé mi hipoteca en el simulador del Idealista y casi me da un parraque. 110.000 euros en cómodos plazos hasta espichar. El alquiler, como los descapotables, te ofrece una libertad simulada pero fresquita, que se agradece. No he visto a nadie llorar en un descapotable pero me he imaginado llorando en el salón de mi nuevo piso en Miralbaida con facturas en la mano. Serán cosas mías. La idea de deber dinero a alguien, aunque sea a una entidad, se me hace difícil. Quizá pueda disfrazar mi miedo a la deuda con algo de ideología. Pero no me hipoteco porque el futuro me crea inquietud. Porque uno nunca está seguro de poder cargar toda la vida con semejante peso. Ojalá excusarme con el capitalismo, la burbuja o lo de vivir por encima de nuestras posibilidades.

Esto último es lo más curioso. Cuando llegó la crisis se culpó a la gente por vivir así un poco a lo loco. Siempre he pensado: ¿Qué esperan de nosotros? ¿Recogimiento y virtud? ¿Meditación y ayuno? Vivir a todo lo que dé la vida es casi una obligación. Ya luego veremos. Otra cosa es que cuatro humildes paredes costaran 300000 napazos. No es que vivamos por encima de nuestras posibilidades, es que vivimos. Qué culpa tendrá la pareja que lleva toda la vida pagando su casa, los estudios de sus hijos, el coche, la gasolina, el seguro, la luz, el agua, la comunidad, los muertos, el internet, si de repente se quieren ir a un crucero a hincharse de follar como jovenzuelos en el camarote, cenar con el capitán, beber daiquiris con el meñique extendido y ver ciudades que apenas saben pronunciar. Atardecer. Abrazarse en la cubierta y decirse a su manera que allí están, que han pasado los años, las pérdidas, las decepciones, las adolescencias de sus hijos, los jefes hijos de puta, el dolor, enfermedades, distanciamientos, llantos, el sudor de los veranos de camino al trabajo, Navidades en silencio y que allí están, juntos. Y amándose y necesitándose. Al fondo, el Mediterráneo se extiende como resumen insondable de su amor, indómito, desconocido pero tan verdad como aquel rumor de espuma, tan verdad como ese beso que se dan, tan viejo el mar como ese amor que les explota en los labios. Viajes El Corte Inglés nos recuerda que la vida son cuatro días y que ya está anocheciendo en el día tercero.

Entiendo a Irene y Pablo. Si pueden, que se compren una casa. No una casa, un chaletaco con piscina y barbacoa de obra. Que puedan ellos y otros muchos no, en el fondo, les da la razón. Subraya su discurso. Con la política se hace dinero. Y en torno al dinero siempre hay movidas, peleas por el poder, jerarquías, mojás y fortunas por la vía rápida. El camino lento, como intuis, es trabajar. Para pagarse un crucero aunque sea a plazos. Y que luego encima te vengan a decir que se te va la pinza con la pasta. Irene y Pablo han caído en la trampa de la felicidad. Todo el mundo quiere ser feliz. No deben culparse por ello. Otra cosa es hacer lo contrario de lo que se predica, pero a eso también estamos acostumbrados en este país de púlpitos y columnas de opinión.

No me voy a meter en la hipoteca. No me salen las cuentas, mis ingresos vienen y van como los caballitos del tiovivo. Lo he hablado con María y de momento estamos de acuerdo. El futuro dirá pero ahora hay que apurar el alquiler y ver cómo pasan los años, el niño, nuestros trabajos, si aguantan las presillas que sujetan el guardabarros del coche, si logramos optimizar el espacio de los armarios… Yo quiero que Pablo e Irene sean felices. Que sus hijos rían a carcajadas saltando a la piscina mientras sus padres apuran una lata de Steinburg  y se miran cómplices, con ojos llenos de ternura, con esa mirada de ciervo, profunda y oscura, acuosa y bella. Ternera crepitando sobre las brases. Un libro de César Rendueles abanicando la mesa con sus páginas. Diferente será escucharlos a partir de ahora hablar de “la gente”. Porque asomará una pícara sonrisa como diciendo: “Jí, la gente…”.

Se vende un tercero en Miralbaida. Mis padres no dan un ruido. Mi tío tampoco. Tiene dos perrillas, pero ladran poco. El parque de enfrente está muy bien. Llegan dos autobuses, el ocho y el cuatro. En el Diego se come bien y siempre dan fútbol. El Hipercor está a un paso. Me cuentan que el Churruca es buen colegio y el López-Neyra un instituto que ni os digo. Por 110000 euros es vuestro. Una quinta parte de lo que cuesta el refugio sentimental de Irene y Pablo. Y digo más, vicheando en Fotocasa, he visto que los hay hasta por 90000 en la misma zona. Son pisos recogidos, pero duros. No muy fríos, no muy calurosos. Sobrevivimos muchos años con el ventilador y ni tan mal. Me he criado en uno. Sé de lo que hablo. A ver, no es la mansión pequeñoburguesa de los Montero Iglesias, pero la socialdemocracia es un poco esto: ser felices con lo que tenemos, adaptarnos a la vida como los culos a las sillas de las casetas, no decir a los demás de qué tienen que privarse y envidiar mencheviquemente lo que los revolucionarios, seres de luz, sí que pueden permitirse.

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