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La sociedad de las vacas locas

Elena Pérez Nadales

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Fue un viaje poco planeado el que me llevó por primera vez al Reino Unido en Octubre del 98. Londres. East Croydon. St James park. Hampstead heath. Camden. El museo de Historia Natural. King´s College. Oxford street. El Támesis. Brick Lane. Surafricanos, griegos, franceses. Brasileños, africanos, japoneses. Australianos, paquistaníes, indios. En poco tiempo todos aquellos lugares y gentes habían llenado de aire fresco mi cerebro. Oxigenación mental. Era todo lo que necesitaba. Y me quedé.

Los comienzos nunca son fáciles pero siempre han aparecido en mi camino personas maravillosas que han ayudado a allanar el terreno. Y una de ellas fue la señora Katherine, abuela de la pequeña Estelle, la niña que cuidaba desde hacía un par de meses en un piso de lujo junto a la estación de Victoria.

Aquella señora entrañable de pelo blanco y sonrisa indeleble había venido a visitar a su nieta desde California. Conectamos en cuestión de minutos y, sin más miramientos, se ofreció a quedarse a cargo de Estelle y ser mi coartada la mañana en que viajé al Condado de Surrey en mi horario de trabajo para asistir a una entrevista de trabajo en un laboratorio de investigación.

Se trataba de un puesto técnico para facilitar apoyo a un grupo de investigación en el área de las llamadas Enfermedades Espongiformes Transmisibles, más conocidas por su variante vacuna o “Enfermedad de las vacas locas”. Por entonces se cumplían 12 años desde que la enfermedad se había identificado por primera vez en el Laboratorio Central de Veterinaria del Reino Unido y 10 años desde la primera prohibición de la Unión Europea de exportación de ganado británico. Era pues un área de investigación de prioridad máxima para la financiación procedente del Ministerio de Medio Ambiente, Alimentación y Asuntos Rurales (DEFRA), por entonces llamado MAFF (Ministry of Agriculture,Fisheries and Food).

La primera enfermedad espongiforme descrita fue el kuru en los años 50, una enfermedad neurodegenerativa que afectaba a una tribu aborigen de la isla de Papúa Nueva Guinea, la tribu de los Fore. Se denominó “espongiforme” porque el cerebro de las personas afectadas está lleno de pequeños agujeros que se asemejan a esponjas bajo un microscopio. La característica más llamativa de esta tribu era el canibalismo: se comían los restos de sus familiares muertos para retornar la “fuerza vital” del muerto a la aldea.

 

Fotografía: individuos de la tribu Fore en la isla de Papúa Nueva Guinea

Kuru significa vibrar o temblar en el lenguage de los Fore. La enfermedad se manifestaba por temblores y dificultad para controlar los movimientos corporales, con rigidez en brazos y piernas y espasmos musculares rápidos. En estadios posteriores, las víctimas perdían las facultades mentales y la capacidad de mantenerse en pie y tomar alimento, hasta morir.

El médico americano Daniel Carleton Gajdusek  se trasladó a Nueva Guinea para vivir con los Fore y estudiar la enfermedad. De personalidad controvertida (se declaró culpable de pedofilia en 1997 con niños a los que había adoptado en Nueva Guinea y Micronesia y que había llevado consigo a EEUU), realizó investigaciones de gran valor para la neurociencia y en 1976 compartió con el virólogo Baruch Samuel Blumberg el premio Nobel de Fisiología o Medicina por sus descubrimientos sobre nuevos mecanismos del origen y diseminación de enfermedades infecciosas.

Gajdusek demostró que el kuru era una enfermedad infecciosa que se trasmitía por las prácticas caníbales de los Fore.  Llevó a cabo un experimento decisivo: inyectó el cerebro infectado de una niña muerta por kuru en el cerebro de un chimpacé y al cabo de dos años el chimpacé desarrolló la enfermedad.

Se cree que la enfermedad se originó en torno a 1900 a partir de un único individuo que pudo desarrollar la enfermedad a raíz de una mutación genética. Afectaba mayormente a mujeres porque ellas cocinaban y preparaban al muerto. Los varones comían las partes más nobles y las mujeres consumían las partes menos suculentas, incluyendo el cerebro, que contenía la mayor concentración del material infeccioso.

Los nativos fueron disuadidos de sus prácticas funerarias por investigadores y misioneros y gracias a la ley colonial australiana que prohibía el canibalismo (New Guinea’s Sorcery Act.1971) y aunque el kuru alcanzó una prevalencia del 14%, la enfermedad acabó por ser erradicada.

Durante años, los científicos trataron de identificar el agente infeccioso. No parecía un virus ni una bacteria porque era resistente a todos los tratamientos que acaban con estos organismos. Fue Stanley B. Prusiner quien postuló y finalmente demostró en los 80 que el agente infeccioso era una proteína a la que llamó prión (de las palabras “proteína infecciosa”) y por ello recibió en 1997 el Premio Nobel de Fisiología o Medicina.

La demostración de que una proteína era el agente infeccioso tenía implicaciones revolucionarias para la Biología porque contradecía el dogma central de esta ciencia, que establecía que la información genética se transmite en una sola dirección, desde el ADN (el libro de instrucciones o código) hacia otra molécula, el ARN (el intérprete o mensajero del código) y desde el ARN hasta las proteínas (las encargadas de ejecutar el mensaje). La teoría de Prusiner, sin embargo, contradecía este dogma porque los priones son proteínas infecciosas capaces de convertir a otras proteínas en infecciosas, sin necesidad de ADN o ARN.

Posteriormente al kuru, se describieron otras enfermedades priónicas como la enfermedad de Creutzfeldt-Jacob (ECJ) y el insomnio familiar fatal, que afectan a humanos, el “scrapie” (también llamdo tembladera o Prúrito Lumbar), que afecta a ovejas y la enfermedad de las vacas locas o encefalistis espongiforme bovina.

Pero la alarma social se disparó en los 90 al aparecer casos en humanos de una variante de la ECJ producida por ingestión de carne de vacas infectadas. Como en los enfermos de Kuru, los afectados comienzan a tener contracciones musculares involuntarias y a desarrollar demencia y problemas de coordinación muscular hasta que pierden la capacidad de moverse y hablar y caen en coma. La enfermedad conduce invariablemente a la muerte.

Según la Organización Mundial de la Salud, desde octubre de 1996 hasta marzo del 2011, se detectaron 175 casos de esta variante de ECJ en el Reino Unido y otros 49 en el resto del mundo, con 5 casos en España. La hipótesis mayormente aceptada estableció que la enfermedad de las vacas locas posiblemente tuvo su origen en la alimentación caníbal a la que se sometía a las vacas, hervíboras por naturaleza, al alimentarlas con harinas hechas con restos muertos de animales, entre ellos restos de ovejas, posiblemente contagiados con la enfemedad espongiforme ovina o scrapie.

Durante algún tiempo estas prácticas no habían supuesto un problema porque las proteínas infecciosas eran inactivadas en el proceso de preparación de los piensos. Sin embargo, a principios de los 80 se produjo un cambio en el proceso de elaboración para abaratar su producción que condujo a la propagación de los priones en el ganado vacuno.

Hace tiempo que, basada en estas consideraciones y otras relacionadas con el respeto a la salud y el medio ambiente, decidí optar por prácticas de consumo que se alejan del demente sistema industrial que impera en nuestra sociedad y que antepone el beneficio económico a la salud humana y a la sostenibilidad de los recursos.

Mientras en otros países como Alemania, Francia e Inglaterra, por mencionar sólo Europa, cada vez hay mayor concienciación acerca de estos temas y esto se traduce en un mercado de productos ecológicos y sostenibles cada vez mayor y más asequible, en España, desafortunadamente, esta conciencia no ha calado aún lo suficiente.

Asumiendo mis propias contradicciones y sin pretender ser ningún ejemplo (los hay mucho mejores sin duda) quiero aprovechar este espacio para invitarles a la reflexión: ¿Hasta cuándo queremos seguir cerrando los ojos ante la cantidad de aberraciones que se cometen para sostener nuestro sistema actual de consumo? ¿Hasta cuándo vamos a comernos lo que nos echen, literal y metafóricamente? ¿Hasta cuándo vamos a dar cancha a un sistema de producción que prioriza el beneficio económico frente al respecto a la naturaleza y a nuestra salud?

La elección la está haciendo cada persona cada vez que consume un producto industrial sin valor nutritivo y sin cuestionarse ni su procedencia ni su composición, convirtiéndose así en colaboradora necesaria de este sistema. Cabría preguntarse, por tanto,  quienes al fin y al cabo son los más locos de esta historia.

Una semana después de aquella entrevista recibí una carta sellada en Surrey ofreciéndome el puesto de trabajo y celebré la noticia tomando una copa de champagne con la señora Katherine. Nunca volví a saber de ella ni de la pequeña Estelle. Al domingo siguiente recogí mi maleta y salí  hacia la estación de Waterloo para coger por segunda vez un tren hacia el sur de Londres, esta vez billete sólo de ida. Estaba a punto de comenzar mi aventura científica.

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