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Deux amis

Elena Lázaro

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Con 25 años y soltera, Marie disfrutó cuanto pudo del sexo sin ataduras y sin complejos desde que se instaló en París en la primavera de 1942 para trabajar en el Hotel Crillon, en la Plaza de la Concordia. Limpiaba las habitaciones de los oficiales alemanes y coqueteaba con los soldados que hacían de conductores o correos para los altos mandos. Con ellos era sencillo; los oficiales eran demasiado estirados. La tropa no podía gastar tanto en burdeles de lujo, que, por muy vigilados que los tuviesen los servicios sanitarios de la Wehrmatch, seguían teniendo precios prohibitivos. Sin embargo, la paga les alcanzaba para invitar a salir a una parisina y conseguirle algunos caprichos en el mercado negro. Cuando se conocieron, Marie era la única que llevaba medias de seda. Dominique había aprendido a maquillarse las piernas para aparentar que las llevaba. El día que Marie cruzó la puerta de la tienda, Dominique acababa de tirar a la basura el único par que había conseguido salvar durante tres años a base de remiendos. La vio entrar con decisión. Ni siquiera saludó. Comenzó a repasar uno a uno los estantes y percheros donde se exponía las escasas existencias de las hermanas Renè. No debió encontrar nada de su gusto y cuando estaba a punto de salir, sujetando ya el pomo de la puerta se giró y preguntó: - ¿Tienen sombreros? - Buenas tardes, señora. Lo siento, pero llevamos semanas sin recibir nada. Si lo desea puedo mostrarle algunos tocados. - Quiero el que más llame la atención. El más divertido que encuentre. No había mucho donde elegir. Dominique le mostró los tres diminutos tocados que conservaba de la última entrega que le había hecho Manom, una jovencísima diseñadora que en un taller, tres calles más abajo, elaboraba aquellas piezas con los retales y adornos que lograba encontrar. Marie se detuvo a observar uno a uno los tres tocados, probándoselos coqueta y pidiendo su opinión a Renè, incapaz de decidirse viéndola tan bella, tan bien alimentada y con tan buena piel. - Creo que me llevaré los tres. Uno para cada una de las citas de esta semana- decidió Marie. Dominique sonrió y buscó una caja para guardar los tocados. Pensó en lo afortunada que se creía aquella joven, aunque la compadeció por su frivolidad. No creía que pasar cada tarde con un hombre distinto y hacer alarde de ello pudiera considerarse una suerte. La juzgó rápidamente y sentenció como una insustancial colaboracionista. No es que considerase traidores ni nada parecido a quienes aquellos días hacían lo posible para sobrevivir en París. La política no era un asunto que le preocupase especialmente. Al fin y al cabo no creía que existiesen tantas diferencias entre el paternalismo provinciano, chovinista y timorato de Pétain y el orgullo racial de Hitler. Podía entender que entre los que estaban prisioneros, los lisiados y los traumatizados, la oferta de hombres jóvenes franceses con los que divertirse era considerablemente inferior a la demanda, hecho que colocaba a los alemanes en una posición ventajosa. Lo que realmente no podía entender es que una mujer tan bella como aquella estuviese más preocupada por qué lucir sobre su cabeza que por cómo llenarla con algo de conocimiento y cultura. Marie era la clienta perfecta, aunque producía un efecto en ella difícil de describir. Continuó pasando por la boutique con bastante frecuencia. A menudo se iba con las manos vacías, pero aprovechaba cada ocasión para alardear de sus conquistas. Esas conversaciones fue creando entre las dos un lazo parecido a la amistad que Dominique no estaba segura de querer mantener. A menudo Marie le reprochaba su mojigatería, a lo que Dominique respondía alardeando de estar por encima de las banalidades propias de las noches de fiesta y sexo. - No te creo. Apuesto lo que quieras a que te gusta divertirte tanto como a mí- la provocó un día Marie, convenciéndola para salir una tarde. Fue la primera de muchas, en las que compartieron alcohol, risas y música en los mejores clubes de París, casi siempre invitadas por los amantes de Marie. Dominique solía acompañarles a cenar, a las primeras copas y cuando los besos ahogaban la conversación fingía estar cansada y se despedía prudente. Entonces se abría el telón y Marie representaba el mismo papel de cada noche, en el que suplicaba a Dominique que se quedara un rato más. A lo que ésta respondía con el argumento indiscutible del inminente toque de queda que la obligaba a volver a casa. Una noche, quizás una de las últimas en las que los mandos de la Wehrmatch llenaron el famoso club One two two, la escena tuvo un final bien distinto. Era diciembre, Marie se había citado con un oficial. En el año y medio que llevaba trabajando en el hotel de la Plaza de la Concordia era el segundo jefe con el que se atrevía a salir. El primero fue un auténtico fiasco, un borracho impotente que terminó la noche durmiendo sobre la mesa incapaz de articular palabra. El de aquella noche parecía divertido. Incluso a Dominique le pareció interesante. Era uno de los responsables de la oficina instalada en Jeu De Paume, en la que los nazis catalogaron y almacenaron un sinfín de obras de arte, la mayoría robadas a los judíos detenidos, con la intención de trasladarlas al museo diseñado por el mismo Hitler y a la colección privada de su lugarteniente Hermann Göring. Sabía de arte y, aunque a juicio de Dominique tenía un gusto algo anticuado, era un hombre cultivado con el que se podía conversar. Durante la cena, Dominique monopolizó la conversación con el alemán. Discutieron durante horas sobre el valor del arte contemporáneo, al que su interlocutor consideraba como una degeneración absoluta del saber hacer y exento de cualquier técnica digna de pasar a los libros de historia, mientras Dominique lo defendía como la evolución reveladora de las sensibilidades del nuevo hombre. Los argumentos del oficial le parecían algo simples. ¿Cómo podía meter en el mismo saco a Picasso, a los impresionistas o al funcionalismo europeo? Sin duda era el desconocimiento lo que le conducía a hablar así. Por un momento pensó invitarle a pasar una tarde en el café al que solía acudir con Victor y Claire, un matrimonio de aristas húngaro con el que había entablado una estrecha e intelectual amistad. ¿Qué pensarían sus amigos si la vieran aparecer con un nazi? Los imaginaba ojipláticos ante semejante atrevimiento. Estaba segura de que eso superaría cualquiera de las excentricidades del resto del grupo. A Marie no le interesaba ninguna de las dos posturas, pero le divertía enormemente ver a Dominique acalorarse discutiendo con un oficial nazi. Por eso los dejó hablar durante horas, incluso una vez dentro del One two two, lo que hizo que Dominique se olvidara de mirar el reloj. - Falta menos de media hora para el toque de queda- le recordó Marie. - Oh mon dieu ¿cómo he podido despistarme? Me voy. Hoy no he traído la bicicleta, pero encontraré la forma de volver. – respondió apurada Dominique. En realidad, aquella noche no tenía ganas de dejar a su amiga. Se estaba divirtiendo como nunca. El vino había hecho efecto, dándole una locuacidad a la que no estaba tan acostumbrada. Se había sorprendido coqueteando con el oficial. - Hoy serías capaz de comprar tres tocados sin despeinarte- le susurró al oído Marie- Si te acuestas con él quiero todos los detalles sobre su polla ¿o prefieres que la estudiemos juntas? Nada más decir eso, Marie besó a su amiga ante los ojos del alemán, que ya tenía una mano en la entrepierna de Dominique y acariciaba con la otra el pecho de su amiga. Pasó el toque de queda. Siguieron bebiendo y ahogaron la conversación en besos a tres. Pasaron la noche en una de las habitaciones de la planta superior del club. La verga del oficial resultó tener el tamaño justo para no aburrirlas, aunque no llegara a la talla del soldadito Bert. Aquella aventura se convirtió casi de manera instantánea en tema tabú, un asunto del que no se hablaba y al que se referían sólo en contadas ocasiones como “la noche del oficial” y sólo para recordar tiempos pasados de diversión en los meses siguientes en los que volvieron los bombardeos, la tensión y el silencio. Un tiempo en el que Dominique cambió los clubes por noches de trabajo que la mantenían en vela preparando la transformación de su boutique en una galería de arte. Había tardado en madurar la idea, pero ya no había vuelta atrás. La frivolidad de la moda no iba con ella y Víctor y Claire habían sido lo suficientemente perseverantes como para convencerla. Así, el 13 de febrero de 1944, con todas las autorizaciones administrativas francoalemanas necesarias, fue convenientemente inaugurada la Galería de Arte Dominique Bacher. Marie acudió a la inauguración sola. Lucía uno de los tocados que compró la primera vez que se vieron, un abrigo negro y la mejor de sus sonrisas. Interpretando el papel de anfitriona, Dominique apenas tuvo tiempo para saludarla. - No quiero que pierdas el tiempo conmigo. Mírate, ahora eres una chica importante.- le dijo Marie usando una de sus cautivadoras miradas. Le explicó que en pocas semanas partiría hacia la Cote d’Azur. París empezaba a aburrirla. Los alemanes ya no eran tan divertidos y estaba segura de que encontraría trabajo en algún hotel en el sur, que empezaba a prepararse para el verano. Dominique le pidió que se quedara. Iba a necesitar ayuda con la Galería y seguro que en primavera volvería la diversión. Fue la última vez que se vieron. Dominique no lograba quitársela de la cabeza y esa noche de verano mientras aquel grupo de exaltados insultaba a la mujer desnuda y rapada sintió miedo de los intransigentes, de los argumentos absolutos.

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