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La firma de Julio

Julio Anguita en una imagen de archivo | MADERO CUBERO

Rafael Ávalos

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“Lo único que os pido es que midáis a los políticos por lo que hacen, por el ejemplo. Y aunque sea de la extrema derecha, si es un hombre decente y los otros son unos ladrones, votad al de la extrema derecha. Pero eso me lo manda a mí mi inteligencia de hombre de izquierda. Votad al honrado, al ladrón no le votéis… ¡aunque tenga la hoz y el martillo! Ésta es la diferencia de un pueblo inteligente”.

Le imagino en una pequeña sala o en un gran auditorio. Pero le pienso, sin importar el espacio, en medio de una de sus arengas. Aunque quizá no sea la palabra adecuada pues su tono nunca fue altisonante por mucho que el discurso sí pudiera ser agresivo -en el buen sentido-. Le veo igualmente en cualquier cadena de televisión o periódico. Le escucho en el permanente requiebro a los adalides de la verdad absoluta que, en no pocas ocasiones, poseen únicamente una mentira mil veces repetida. Sus palabras son el Quejío de Salvador Távora de la política. Julio es todavía este domingo, tras su marcha física que no intelectual, la rebeldía hecha persona.

Ni siquiera sé cómo oso permitirme tutearle pues no fui yo afortunado en conocerle. Es Anguita, si bien para mí es el alcalde -y que me perdonen sus sucesores y sucesoras- de la ciudad en que no nació pero sí amó. Lo hizo porque le dio la real -o republicana- gana, porque sí. “Yo quiero ser cordobés”, aseveró en una ocasión. Aquellas palabras recuperadas ahora de un archivo cualquiera reavivan mi certeza de apasionado de Córdoba, la misma que la idiosincrasia tanto me hace aborrecer casi a diario. Quizá sea porque nos convertimos en un poblado bosque capaz de ocultar el árbol de la luz.

Para mí, insisto, Julio Anguita es el alcalde, el pintor que utilizó todos los colores allá en 1979. Gobierno de acuerdo -o de concentración si se prefiere- fue el que conformó en el Ayuntamiento cuando todavía no era del todo seguro aquello del puño cerrado y La Internacional. Él era comunista pero sobre todo hombre de servicio público. Fue de tal forma cómo dio vida a los versos de Miguel Hernández en Para la libertad. “Porque donde unas cuencas vacías amanezcan / ella pondrá dos piedras de futura mirada / y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan / en la carne talada”, escribió el de Orihuela.

Es verdad, no fui afortunado en conocerle. No al menos más allá del breve encuentro ocasional. El primero y último realmente directo tuvo lugar en la caseta del partido que lideró hacia su mejor momento histórico en la Feria de Nuestra Señora de la Salud, ya en El Arenal. Quizá tendría once o doce años -pienso en mi errático cálculo mental-. Mi padre incitó al acercamiento y yo, tímido, ni hablé. Él le solicitó un autógrafo -ese obsequio a veces fetichista-. Atónito quedé cuando, sereno pero un tanto molesto, se negó en redondo. “Yo no firmo autógrafos, yo te doy la mano”. Y estrechó la palma de la hoz y el martillo, pero mucho más de los manuales de estudio, la del chiquillo.

Confieso que aquel recuerdo me provocó un secreto rencor. Hizo que construyera una imaginaria relación de amor y odio. Sin embargo, no pude evitar durante los años una notoria admiración. Era mayor ésta cuando más alejado le intuía de la cuadriculación ideológica, de la cerrazón. La Tercera República no se construye proclamándola y ya; se edifica desde el pensamiento. Qué es y qué queremos que sea antes de que pueda serlo. Es la idea que le escuché por vez primera, a mis 18 años, en una casi intimista sala de la Facultad de Derecho. Siempre me sedujo su postura de que los medios son los que llevan al fin y no al revés. Probablemente porque es la realidad que nadie  es capaz de ver.

Muchos años después otra figura esencial en la historia contemporánea de Córdoba me regaló una anécdota imprescindible para conocer a Julio Anguita. Quizá se enfade si me lee o si le cuentan con maledicencia -lo cual es terriblemente habitual en La feria de los discretos que no dejó de ser tras Pío Baroja-. Porque su relato me lo ofreció en los minutos previos a una gratificante entrevista que fue conversación sin más. Rafael Zafra fue presidente de la Agrupación de Cofradías en el paseo de la Transición. Él fue quien me contó que el alcalde comunista no sólo no se mostró contrario a la Semana Santa sino que ofreció un interés y una disposición de máximos. Entendía que era un bien para la ciudad sin levantar el muro de las diferencias. Su actitud fue plenamente distinta a la de Antonio Alarcón, último regidor del franquismo: no quería cofradías, me llegó a decir el hombre que las dirigió en la época reciente más compleja.

Porque el tipo de nariz aguileña y barba afilada, por lo que realmente fue el Califa Rojo -apodo que tan poco le agradaba-, era firme en sus convicciones pero abierto en el debate. El diálogo siempre era mejor que la confrontación; la palabra, por supuesto, era el arma cargada de futuro como la poesía a que escribió Gabriel Celaya. Quizá por el cultivo de la letra dominó como nadie la oratoria en un país que tras su adiós -como el de otros- de la política se adentró en tiempos cada vez más sombríos. Como los actuales, donde las banderas vuelven a pesar más que las ideas; donde las ideas importan más que las personas; donde las personas son simplemente papeletas. Cuán triste es que después de tanto no hayamos sido capaces de aprender apenas.

Y recuerdo aquello de… “Si su padre viera que es comunista”. Esa afirmación que mi abuelo, que a punto estuvo de ser niño de Rusia por obra y gracia de los republicanos, tantas veces le repitió a mi madre. Era su sencilla forma de rememorar los días en que paseaba a un niño de Fuengirola pero cordobés porque después lo quiso ser en el antiguo cuartel de Lepanto. Allí, entre militares como lo fue su padre. Allí, entre militares como los que combatieron en la mal llamada Guerra de Irak -invasión, por favor- en que su hijo -periodista- perdió la vida. “Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen”, pronunció el alcalde. Cierto es que no tuve su autógrafo pero por siempre me quedó -y me queda- su firma. La firma de Julio.

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