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¿Cómo, cuándo y dónde nació el estereotipo del andaluz?

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Marta Jiménez

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¿En qué contexto histórico surge el estereotipo del andaluz engañador? ¿Qué oficios y ciudades fueron prototípicas del pícaro andaluz? ¿En qué textos cristalizó ese estereotipo? Estos son algunos de los interrogantes sobre los que el antropólogo sevillano Alberto de Campo Tejedor intenta arrojar luz en el ensayo La Infame fama del Andaluz (Almuzara, 2020).

El profesor de la Universidad Pablo de Olavide aborda este ensayo a través de ingente documentación y un análisis contrastado por numerosas fuentes que le lleva a desvelar cómo, cuándo y dónde surge el estereotipo del andaluz. Según su autor, “ya desde el siglo XV se tachaba a los andaluces de mentirosos, falsos, engañadores y embaucadores”, a diferencia de otras tipologías como la castellana “más identificada con la bondad, la rectitud, la honestidad y la sinceridad”.

Es un tópico que ha llegado hasta la actualidad, especialmente en torno a ciertos oficios, tipos populares y ciudades, y patente en un sinfín de refranes, como “hombre de bien y cordobés, no puede ser” o “al andaluz hazle la cruz, y al sevillano con las dos manos”, dichos antagónicos a expresiones como la de “leal como castellano”.

Sin embargo, los estereotipos son casi siempre ambiguos. La proverbial abundancia en el sur se elevó a categoría tópica cuando Sevilla se convirtió en metrópoli mundial, puerta de entrada de esclavos de África, oro y plata de las Indias. Unos la consideraron la “nueva Roma”; otros, sin embargo, una “confusa Babilonia”, donde se mezclaban mercaderes indianos, prestamistas genoveses, judeoconversos, amén de gitanos, antiguos moriscos, negros esclavos y otros “morenos”, en mucho mayor número que en otros lugares de la Península. Nada bueno podía salir de aquella mezcla, en una época en que la limpieza de sangre constituía la única garantía de rectitud moral, decencia cristiana y ascenso social.

Andaluces como el historiador Pedro de Medina o el escritor Vicente Espinel alabaron el sur como tierra fértil y próspera, de ciudades grandes y antiguas, ingenios preclaros y mujeres hermosas. Pero también caló la idea de que la mezcla de gentes, el clima ardiente y la abundancia de bienes alentaron la ociosidad, generando caballeritos sin oficio ni beneficio, así como todo un submundo de pícaros, valentones, prostitutas que vivían al margen de la ley y las buenas costumbres.

El andaluz fingía su auténtica ascendencia e intenciones heréticas, y constituía, por lo tanto, un “ladino”, alguien que ha aprendido la lengua y las costumbres castellanas, pero que es, en el fondo, un embaucador. Semejante tierra solo podía albergar gente con “malicia”, algo de lo que se hacía eco Santa Teresa en su frustrante estancia en Sevilla: “he oído siempre decir los demonios tienen mano allí para tentar”.

Con todo, cuando el casticismo de los siglos XVIII y XIX tuvieron que reinventar lo español, ante la ofensiva cultural de Francia e Italia, se miró de nuevo al sur: el pícaro andaluz y más aún su arquetipo más achulado -valentón, el jaque, el rufián- proporcionó su jerga, sus actitudes y sus comportamientos contraculturales para la gestación del majo, y más tarde, en pleno romanticismo, del flamenco.

El estudio desde la historia cultural demuestra que la imagen del andaluz, aunque anclada en lugares comunes y tópicos, es más compleja de lo que pudiera pensarse. Asimismo ayuda a reflexionar tanto sobre los principales anclajes del estereotipo andaluz como sobre las contradicciones que afectaron a la construcción histórica de lo provincial, lo regional y lo nacional en España.

Aún hoy, el estereotipo del andaluz un tanto narciso y hedonista, al mismo tiempo que ingenioso y con un punto de picardía, nos recuerda cómo pervive la huella del estigma pero también la fascinación por aquello que no se ajusta a la templanza y la gravedad que, según no menos antiguo tópico, caracterizaría a las gentes del norte.

Alberto del Campo Tejedor (Sevilla, 1971) es Profesor Titular de Antropología Social en la Universidad Pablo de Olavide. Su obra —novela, ensayo histórico, etnografía, tratado, libro de texto— ha sido acreedora de diferentes reconocimientos, como el Tercer Premio de Investigación Cultural Marqués de Lozoya, el Premio de Investigación Juan Valera, el Premio de Investigación Etnográfica Ángel Carril, el Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos o el Premio Ciudad de Sevilla.

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