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Miguel Berni, el paciente que inició la historia de los trasplantes del Reina Sofía

Miguel Berni tras ser trasplantado de riñón

Alejandra Luque

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Recordar a un familiar entre risas cuesta bastante. Quizás el único medicamento sea el tiempo. O el único analgésico. Los hermanos Berni se reúnen en casa de Carmen, la tercera de los ocho, y cuentan anécdotas de su hermano Miguel, que les marcó sus vidas. Pero no sólo a ellos, sino también a los profesionales del Hospital Reina Sofía y a la propia ciencia. Con 32 años, Miguel fue el paciente que se sometió al primer trasplante, que se realizó en este centro el 6 de febrero de 1979. La efusividad y la alegría apenas duraron dos días. El cuerpo de Miguel rechazó el riñón. El joven se negó a un segundo trasplante y la vida se le fue en apenas ocho años. Ésta es su historia.

Le encantaba reír. Amaba a su familia y a su Seat Panda. El comienzo de su adolescencia, con tan sólo 16 años, vino marcado por los problemas que arrastraba por una malformación en los riñones que, con 20 años, se complicó con una úlcera en el duodeno. Estuvo hospitalizado en el Gregorio Marañón de Madrid entre cinco y siete meses. “Allí lo llamaba el Manitas de plata”, recuerda Carmen, haciendo alusión al trabajo que Miguel desarrollaba como platero. Durante su ingreso se enfrentó, además, a un estado comatoso ya que su sangre portaba más orina que sangre, todo ello provocado por el mal de funcionamiento en los riñones.

A su regreso a Córdoba, Miguel empezó su larga travesía por las máquinas de diálisis, que se alargó durante 12 años. “Lo pasaba muy mal, muy mal. Recuerdo que un día, el médico le dijo a mi madre: 'Lo que tiene su hijo no lo aguanta un caballo'. Y así era”, asegura su hermana, que por aquel entonces tenía 27 años. A pesar de lo agotadoras que fueron las sesiones de diálisis, Miguel hacía de psicólogo para aquellos pacientes que se oponían a recibir este tratamiento. Aún hoy su familia no sabe qué les decía a estos pacientes, “pero todos salían diciendo que querían someterse a las sesiones de diálisis”. Antes de la operación, Miguel llevaba tres años de tratamiento con tres sesiones semanales de riñón artificial.

Pero llegó el día. El teléfono sonó en la casa de los padres de Miguel. Lo cogió él mismo. Una persona había fallecido y él iba a ser el receptor de su riñón. Tanto sus padres como sus hermanos lo acompañaron al hospital para donar sangre por si la operación se complicaba, pero nada de eso ocurrió. Trece horas después de la intervención, Miguel salió de la operación levantando el brazo y haciendo con sus dedos el símbolo de la victoria. Su energía se convirtió en una onda expansiva que atrapó a todos los familiares, pero no a los médicos. El equipo médico -formado por Manuel Concha, Carlos Pera, Esnesto Moreno, Pedro Aljama y José Molina- quiso esperar al postoperatorio para cantar victoria. Sabían que lo que acababan de hacer era un logro para el hospital, pero también eran conscientes del rechazo que podría experimentar el cuerpo de Miguel. Y así fue.

Dos días después del trasplante, el 8 febrero, el joven sufrió un rechazo hiperagudo que obligó a la extirpación del riñón. Carmen describe al detalle lo que su hermano sentía: “Nos decía: 'Quitádmelo, quitadme esto'”. Aún hoy, el rechazo es el primer obstáculo al que se enfrentan pacientes y médicos tras un trasplante. La ciencia ha avanzado mucho, pero aún quedan peldaños por escalar y en aquella época los fármacos inmunosupresores -que reducen la reacción del cuerpo al trasplante- estaban en fase experimental.

Miguel ya pensaba en el regreso a las máquinas de hemodiálisis cuando los médicos le propusieron un segundo trasplante. Pero dijo que no. Su lucha había llegado hasta ahí. Su familia no quiso intermediar para que el joven cambiara de opinión. “No nos extrañó para nada. Él no era una persona egoísta y no quería desaprovechar un segundo riñón que podría ser para otra persona. Con esa decisión, quizás se estaba perjudicando a sí mismo, pero es que así era él”, cuenta Carmen, que no puede evitar emocionarse.

El joven provoca también una sonrisa tímida en José Molina, urólogo ya jubilado que participó como residente en este primer trasplante. Era aún más joven que Miguel. Tenía apenas 29 años pero supo que tenía enfrente a una persona que quería hacer historia, “aunque fuera para mal para su propio organismo”, como pudo ser la decisión de no someterse a un segundo trasplante. De Miguel, este médico guarda un “especial” recuerdo por la “entrega y el ejemplo” que dio a todos los que lo conocieron y alude a una de las frases que más le marcó de este paciente: “Miguel decía que él se ofrecía como ejemplo para lo que pudiera venir después”.

Molina describe que aquel 6 de febrero se respiraba “emoción y alegría”. Todo el equipo médico sabía que se enfrentaba a una primera prueba fuego a la que le han seguido 1.726 trasplantes renales durante estos 40 años. Sin embargo, este hecho histórico no empezó exclusivamente con la operación de este joven cordobés, ya que desde la apertura del hospital -apenas tres años antes del trasplante- se llevó a cabo toda una dura preparación para poder ejecutarla.

A pesar de la importancia que supuso este primer trasplante, los medios de comunicación de la época no pusieron sus focos en esta noticia: sólo una mención en Diario Córdoba y una retransmisión en la emisora de radio Cadena Española en Cabra. El periodista Sebastián Cuevas fue quien radió a la sociedad aquel hito y con todo lujo de detalles. Tanto fue así que incluso se difundió quiénes fueron los donantes de Miguel, ya que la ley de confidencialidad que protege estos datos todavía no había sido aprobada.

La epopeya de Miguel continuó hasta la fecha de su muerte. A su lucha contra la enfermedad se unió su tesón para conseguir la concienciación de la sociedad sobre la importancia de la donación. Para ello fundó la asociación Alcer Córdoba, con la que sacó mesas informativas a la calle y legitimó todo un proceso que empezó con él y que ha continuado con trasplantes de médula, corazón, hígado y pulmón. Miguel sembró una semilla que hoy sigue regando el Hospital Reina Sofía 40 años después.

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