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Un luminoso cuento de verano

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Marta Jiménez

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Jonás Trueba preestrena en un lleno Coliseo de San Andrés su próxima película, Los exiliados románticos

Los exiliados románticos

Cuenta la leyenda que Jonás Trueba (Madrid, 1981) debe su nombre a una película. Sus padres, dos tótems del cine español, Fernando Trueba y Cristina Huete, quedaron prendados en 1975 del filme Jonás, que tendrá 25 años en el año 2000, de Alain Tanner. Y aunque su hijo tuvo 19 en el cambio de siglo, sin duda quedó marcado por una constelación de semillas cinéfilas. Ayer habló -y mostró- su amor al cine en el Coliseo de San Andrés. “No me imaginaba un sitio así”, confesó sobre este cine de los años 30, adonde vino a preestrenar su tercera película, Los exiliados románticos, que llegará a las pantallas el 11 de septiembre.

Ante una terraza llena, que aplaudió al gerente de Esplendor Cinemas, la empresa que gestiona los cines del casco histórico, Martín Cañuelo, Trueba tildó de “idea loca”el hecho de distribuir su película antes del estreno en salas veraniegas y una dispersión de la película “que no admitiría ninguna distribuidora”. El director introdujo Los exiliados románticos, Premio especial del Jurado en el último festival de Málaga, con pocos datos: citó su brevedad (70 minutos), lo poco que la había imaginado, que se rodó sobre la marcha y de la que está “muy orgulloso”.

Y las luces se apagaron.

Comenzaron a desfilar por la pantalla las luminosas imágenes del viaje en furgoneta de tres amigos, desde Madrid hasta Tolousse, París y Annecy, en una ruta llena de juventud, sueños y amor. Un alegre ejercicio de libertad creativa, con recuerdos a Rohmer, en torno a un discurso generoso y melancólico. Un filme humilde y lleno de verdad que tiene como hilo conductor las canciones, y actuaciones, de Tulsa, además de un women power sostenido, no solo por fuertes personajes, si no por brillantes actrices.

Tras el primer pase el director contó más. Habló de su película “como un estado de ánimo”, de la sensación de frescura que embargó al reducido equipo durante los 12 días de viaje-rodaje. Una mujer de la primera fila que declaró no ser “ni su madre ni su abuela”, se deshizo en elogios y agradeció al director sus primeras intrucciones sobre “cómo ver la película”. Otro espectador se alegró de que la “juventud siga igual, haciendo las mismas cosas”, a lo que Trueba contestó que le gustaría rodar esta película “cuando los personajes tengan 80 años”.

A Jonás se le agradeció la no intelectualización del discurso, la ligereza y brevedad de una historia veraniega exhibida una noche de agosto en el páramo cultural de Córdoba. También, el hecho de que haya descubierto su propia autenticidad como director. Aquel Jonás de la película de los 70, un niño de seis años, era el portador de las esperanzas en un futuro mejor de unos personajes desencantados con el mayo del 68. Afortunadamente, Jonás Trueba no tiene tan alta responsabilidad. Con abrir puertas y ventanas a otros paisajes y modos de hacer películas le sobra y basta. Siempre que prosiga rodando actos de amor al cine como el que ayer nos regaló.

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