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Nombres

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Antonio Agredano

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Mi esposa me llama Agre, aunque la mayoría de las veces inventa apodos divertidos para mí. Los va cambiando según su estado de ánimo. Cuánto más feliz está, más galimatías, más enredo tiene su palabra inventada. Junta sílabas y palabras y sólo por el tono sé que me llama. Mi nombre ingeniado es efímero y me gusta que sea así, porque las casas tienen algo de inmediato y de trágico. Huelen a tránsito. A construcción pendiente. Me gustan las palabras livianas que nacen y mueren en un día, como flores de cactus. Le quitan gravedad a las estancias. Así que disfruto cada vez que ella inventa un nombre para mí. Nombres sin lógica ni abolengo. Nombres que duran muy poco, apenas un rato de algarabía doméstica y risas en el pasillo.

También mis mejores amigos me llaman Agre. Cuando se dirigen a mí con el apócope de mi apellido siento, de repente, que mi cariño ha traspasado el muro de los años. Que estoy para ellos y ellos están para mí. La amistad es una gimnasia compleja y a veces agotadora. Escuchar y no sólo fingir que escuchas, o hablar cuando preferirías estar callado. Madera al fuego. Asfalto a las distancias. Desconfío de la gente que no tiene amigos y desconfío, aún más, de los que se jactan de tener muchos.

Mis padres me llaman Antoñín. Mi altura y mi peso convierten mi nombre empequeñecido en casi una ironía. Al principio me enfadaba pero ya no. En la adolescencia creía que el Antoñín me restaba importancia, me jibarizaba, diluía mi presencia, masculinidad y otras gilipolleces así. Como una jaula demasiada estrecha para todo lo que yo aspiraba a ser en la vida. Con el tiempo descubrí que en el Antoñín hay un amor infantil y primero, invencible, irrebatible. Que Antoñín era aquel niño que se trastabillaba en el pasillo o que balbuceaba sus primeras palabras. Y Antoñín es, de alguna manera, la condensación del amor en un puñado de letras.

Mis hermanas me llama hermano, así, sin más, en su cálida simpleza, como si el nombre apenas importara, sólo el vínculo. Lo que somos. Como en una cueva en la que no hace falta decirse nada más. Yo las llamo a su vez hermanas, como en un tribu de tres, mejillas tintadas y olor a humo. Pese a haber heredado el nombre que es de mi padre, y fue de mi abuelo, bisabuelo y tatarabuelo, casi nadie me llama por mi nombre. Dejo Antonio para las cosas menos importantes: el trabajo, los desconocidos, los pretendidos afectos, aquellas noches…

No importan los nombres. Son instrumentos, sin más. No dan esencia, no rellenan los huecos. Me gustan todos porque cada niño irá construyendo la palabra que lo defina. El otro día en Sevilla me crucé con dos niños rubios, arreglados, revoltosos, a los que la madre llamaba a voces: Pelayo y Tristán. Me parecieron dos losas sobre sus huesudas espaldas. Pero quién soy yo. Cuando trabajaba en Servicios Sociales de Málaga vino a apuntarse a nuestros talleres un niño gitano encantador llamado Cristiano Ronaldo que, además, era del Barça. En el Instituto conocí a un Olmo, a un Anastasio y a una María de la Sierra. Rebeca se popularizó tras la película de Hitchcock. Diana tras V. De niño pensé en que si algún día tendría una hija la llamaría por la diosa de la sabiduría pero, sobre todo, por la Athena de los Caballeros del Zodiaco. Hace años conocí a una chica preciosa llamada Montaña. Y tuve una relación extraña con una chica llamada Vanessa, a la que su padre había bautizado así por la canción de Manolo Escobar. Emilio, por Butragueño, y Avelino, por Viña, son dos nombres horrorosos que gracias al fútbol me llegaron a gustar. O Zinedine, Hugo... o Iker, porque en aquella final en la que se cortó las mangas de la camiseta antes de entrar al campo todos quisimos ser él. ¿Cuántos cordobeses se llamarían hoy Florin si el rumano se hubiera quedado aquí?.

Decía Bob Marley que Bob Marley no era su nombre. “Ni siquiera sé mi nombre aún”, dijo. Y quizá sólo tendremos un nombre cuando el tiempo pase y el recuerdo arañe la pared del precipicio, luchando contra el olvido, aferrados a un presente del que ya no somos parte. Sólo la carne como pequeños recuerdos que envuelven un nombre huesudo. Un esqueleto silábico que también será tierra.

Elegir nombre para un hijo es un asunto complejo. Para los padres su hijo es algo único pero los nombres, la mayoría, son vulgares. Comunes. Habituales. Escolares. Creemos que con esa palabra instrumental podemos llenar un tiesto que nace vacío. Hay gente que ve catetismo en los nombres rimbombantes o fantasiosos. Yo sólo veo urgencia. Ganas de que el niño recién nacido adquiera, por otorgamiento, una personalidad fabulosa. Aventurera o profunda. Sabia o dicharachera. Única. Exclusiva. Perdurable. Cosas de padres, de su amor incorregible, absoluto y celoso. Prisa por la trascendencia de lo que debe nacer libre de premuras, libre de obligaciones. Niños y niñas ajenos a la mecánica salvaje de la existencia. Raíces sin frutos. Para qué correr si todo llega.

Galadriel es un nombre precioso que evoca bosques esmeraldas y peligros sobrenaturales, pero sólo serás una mujer que avanza por las arboledas de una ciudad calurosa o se comerá una hamburguesa en el McDonald’s junto a danieles y maricármenes. Y estará bien, porque la aventura está en los pies que nos llevan y en los amores que cultivamos y en la fuerza de nuestros latidos. Te llamarás Hércules pero jamás vencerás al león. Te llamarás Ulises y podrá ser divertido cuando empiece a zozobrar el hidropedal en las playas de Fuengirola, como una Ítaca turística y fantasmal. Nada resta, pero tampoco suma. En el nombre está un deseo que se diluye con el tiempo. Luego vendrán los diminutivos y los arrepentimientos. Pero sólo serás lo que eres. No hay palabras mágicas que abran la puerta de la trascendencia. Somos, y después tenemos un nombre. No somos el nombre que tenemos. Ya tengo decidido el nombre de mi futuro hijo. Pero a quién le importarán las palabras cuando su risa nueva le dé un mudo sentido al mundo.

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