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Competir con el silencio

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Antonio Agredano

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No tener nada que decir. Lo peor que puede pasarle a un escritor. Porque deja de ser escritor, para convertirse en otra cosa. En un nadador, por ejemplo, en la piscina de su comunidad. Pensando en los libros que no escribirá nunca. O no un nadador, quizá un nadador sea demasiado osado. Un cuerpo que flota. No un escritor, sino una mancha en el celeste. Rodeado de niños. En el agua caliente. Meada. Remeada. En mitad de una ciudad sin mar. Mi cerebro está vacío de literatura. Vagan ideas como mosquitos en torno a una farola. Poco más. Ideas, esqueletos imposibles de encarnar. Vivo en una felicidad inmensa en la que no hay sitio para poemas o cuentos. En la algarabía cotidiana no me da el cerebro para sentarme y contar mi visión del mundo. Estos artículos son como escapes de luz en una casa en ruinas, la de mi incapacidad para escribir algo más largo, profundo y perdurable. La inmediatez me da la vida. El aplauso me conmueve. Pero quiero dejar algo que el viento del tiempo no derribe.

Me queda de escritor la mirada. Me escapo a Huelva en las vacaciones. Me siento en la playa e invento una historia para la pareja de ancianos que planta con dureza su sombrilla. Ella, papel negro arrugado y él, panza roja, periódico voladizo, sombrero de pescador, uñas amarillentas y gruesas, como piedras adheridas a los dedos de los pies. Imagino el cortaúñas vencido. El tornillo disparado. Su día a día. Cortinas de flores, nietos a los que ya no ven, hijos con prisa. Ciruelas en la nevera. Quiero pensar que ella tiene un amante. Un señor al que conoció en en el pilates. Y se citan a escondidas en casa de él, que está viudo, y se aman y se lamen las arrugas con lascivia. Se ve el mar en su azul magnético. Pasa una gorda que corre con esfuerzo y me hace gracia pero ella corre y yo estoy sentado en la arena, con una lata de cerveza fría que he comprado por un euro a un hombre que arrastra una nevera pesada y vieja. Un libro cerrado. Arena entre sus páginas. Mi barriga derramada, el calor trepándome por las costillas. Ella corre y yo observo. Lleva una camiseta blanca y ancha que ahora se pega a su cuerpo por el sudor, dibujando sus perfiles. Los tobillos gruesos y enrojecidos. La pierdo de vista y luego leo hasta romper a sudar como unos periquitos que arrancan de improviso. En lugar de volver al apartamento a contar sus vidas, pienso en dónde cenar esa noche. Y así un día y otro.

He culpado a todo por esta sequía. Por este coma. A las redes sociales, donde malgasto mis ideas o a mi trabajo, que ocupa casi todo el tiempo que paso despierto. Quizá no haya culpables, quizá las cosas vengan así, sombrías y silenciosas. Como viejas de pueblo yéndose a dormir. Recogiendo las sillas de piscina de las puertas de sus casas. Como quien se acuesta borracho y ya no recuerda nada. Solo el martilleante pesar de la conciencia. Y la resaca. La boca como un puñado de tierra. A veces siento que vivo la vida con demasiada intensidad, que todo me desvive, que estaría bien frenar. Frenar el viejo Ford Fiesta. Notar cómo en el pecho me golpea la pausa. Poner las luces de emergencia y echarme a un lado. Apoyar la cabeza en el asiento. Cerrar los ojos. Escuchar las chicharras en los árboles de la cuneta. Sentir el sol inclemente penetrar el cristal. No hay mucha diferencia entre la vida y esta carretera salpicada de conductores desconocidos. Curvas asumibles. Asfalto hirviendo. Todos fantaseamos con parar. Todos soñamos con quitarnos suavemente de en medio.

Quiero creer que no es la edad, ni son las fuerzas. Que no son las decisiones que tomé cuando apenas podían medirse las consecuencias. Dejar de estudiar, salir demasiado, amar así. No hay mapas para esta ruta suicida. Vivo una existencia legada. No sé por qué estoy aquí y no en otro lado. Ahora Sevilla, ayer Málaga, mañana Córdoba o cualquier otro lado. A su lado. En la inmensidad de una familia. Las vidas son erráticas, azarosas. Palpando la pared a oscuras para llegar al baño. Encender la luz, mear, y luego volver a la cama en la madrugada. Sin guía. Sin querer despertar a nadie. Descalzos, ridículamente perdidos en nuestro propio hogar. Encogiendo los dedos de los pies para evitar los plintos. Qué pequeña es la existencia si la miras desde arriba.

Luego viene la gente y te cuenta su película y su esfuerzo. Gente hecha a sí misma que bebe con pausa y le pide al camarero si pueden fumar dentro. Porque sí. Porque las cosas están hechas a su medida. Y te dan consejos, y te dicen que hay que ir por aquí y por allá. Que invitan con ostentación. Que eligen porque ya saben lo que está bueno. Que hablan. Y hablan. Lleva gafas con montura azul. Juguetea con un llavero de cuero. Estar solo rodeado de gente. Desde casi siempre. Se acoda sobre la barra pero no se deja caer. Bebe a sorbos breves. Suelta el vaso. Para beber con mesura hay que soltar el vaso, olvidarlo ahí. Volver a él casi por sed. No como yo, que agarro la botella como si fueran a robármela. Que bebo con la compulsión de quien no quiere marcharse nunca. Cuando alguien me dice “la gente dice...”, me echo a temblar. Qué dice la gente. De qué hablan. Por qué a mí.

“Hay que tomar decisiones”, me dice un amigo. “Hay que ir a alguna parte”. “No se puede jugar a la oca con piezas de ajedrez. Este es el tablero y salirse de aquí es llamar la atención y luego qué”, me dice. “No es lo mejor, pero es lo que hay”, insiste. “No es una cuestión de dinero”, me dice. Tengo miedo a crecer. A no estar a la altura. A no saber cuál es la altura. Floto en la piscina pero el sol ya se ha ido. Floto en una sombra líquida. No tengo nada que decir pero tengo que decir algo, pienso. Trato de convencerme. Pesan los hombros. Un niño imaginario sobre mi espalda. No para de moverse, me asfixia las clavículas. Me meto un rato en internet. Intento entender lo que es plurinacionalismo. No sé qué de Bolivia. Sigo. Veladores. Mujer que muere haciendo crema chantilly. Linchamientos. La tumba del Mediterráneo. Alaya. Hernando. Montero. Belén Esteban gana el juicio. Deportes. Cristiano Ronaldo debe dinero. También Mourinho. Córdoba Club de Fútbol. Alejandro González dice que no van a vender y que marcan como objetivo el ascenso. También que no hay fichajes nuevos, pero que aunque no se vea, es el club que más se está moviendo en el mercado. Dejo el móvil en la mesa. Vuelvo al vacío esponjoso, a la luz amarillenta y tenue. Necesito una trama, algo donde columpiarme. No tengo nada que decir. Quiero salir de este desierto. Me queman los pies.

Quiero competir con el silencio.

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