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El buen vino

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Antonio Agredano

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Anoche me hice unas salchichas al vino sin salchichas y en copa que me salieron estupendas. El vino es sugestión. Te sientas en una mesa y abren una botella. El que primero habla es el que marca la opinión acerca del caldo. Es habitual que el primero que hable sea el que menos sabe y, por lo tanto, el más osado. Si es la primera botella dirá: “buen vino, sí señor”. La mesa asentirá paladeando con ostentación. Si es la segunda dirá: “está rico, pero el primero tenía más cuerpo, más sabor”. Los comensales aportarán adjetivos al azar para reforzar su afirmación. La vida está llena de fingidores. Ya lo denunció Pessoa con los poetas, pero se quedó corto.

Yo del vino sé que lo hay blanco, rojo y rosa. Que el rosa, salvo primera cita con una Erasmus polaca, es desaconsejable. Del blanco sé que el fino de Montilla hay que beberlo con mesura y que si tiene apellido gallego hay que tomarlo en exceso; porque en Córdoba siempre encontramos placer en la contención y en Galicia sólo recuerdo reírme en la abundancia. El Rueda, que bebe Ramón a menudo, siempre me pareció un vino hortera. Como una bragafaja, una cortina con flores o una boda en la playa. Los que beben Rueda son los que van a la piscina y se sientan en el bordillo mojándose los pies. Y se refrescan la nuca usando las manos como cazo. De los prejuicios, como de la chatarra, también se vive.

Después estamos los del vino rojo, tinto lo llaman, entre los que me incluyo. Los del vino tinto somos “la gente” de una forma más legítima y guerrera que esa otra gente que nombra Iglesias patrimonialmente. A la gente le gusta el vino tinto y aunque tienen preferencias entre Rioja y Ribera, lo hacen más por razones sentimentales que con argumentos sólidos. Algo así a ser del Barça o del Madrid. Por supuesto hay mogollón de expertos rabiando con estos primeros párrafos. Con muchas denominaciones de origen en sus bodegas. Uvas recolectadas sólo a la luz de la luna y botellas con etiquetados excéntricos. Entendidos que conocen el argot, que tienen un paladar fino como las escaleras del Astoria, como el tanga de Miss Mundo, como el bigote de Clark Gable. Que menean la copa con ceremonioso gusto y aguantan el líquido en la boca, ni muy delante ni detrás del todo. En el punto justo. Flotando los sulfitos sobre la lengua. Ese ritual. El púlpito del sumiller es una silla de plástico con publicidad de Coca Cola en una terraza de Cañero. Mantel de hule. Esos que luego dictaminan intensidad, cuerpo y armonía. Y que, tras tragárselo, hablan de la persistencia. Y si se gustan, capaces son de identificar los restos que quedaron en la barrica tras el trasiego. Ante ellos, no tengo otra arma que el silencio y el aprendizaje desganado. Como un adolescente en clase de química. Como un presocrático achispado.

Yo al vino no llegué por su sabor sino por su inexplicable capacidad socializadora. En torno a una botella de vino pasan todas las cosas importantes de la vida. En torno al vino está mi padre, en el salón familiar. En ese piso de Miralbaida al que siempre voy como si volviera de la Facultad. Como si jamás me hubiera ido. Él bebe en copa y yo en chato. “Por no tirarla de un codazo sin querer”, me excuso. “Se oxigena menos”, dice mi padre. Pero es lo de menos. Lo de más es vernos. Y hablar. No de cosas importantes. La importancia está en hablar de las cosas pequeñas como si la vida se nos fuera en ello. Correlato objetivo. La tristeza no es hablar de la tristeza sino de flores marchitas en el salón y un buzón que lleva meses sin abrirse.

En torno al vino están los amigos. Sus discos. Sus libros futuros. Su angustia disfrazada de lagarterana. Esa responsabilidad traducida en ojeras y camisas mal abrochadas. En el encuentro furtivo. La borrachera pausada. Consejos sobre el amor y los hijos. Sobre cómo llevar el peso que entre todos soportamos. No es dramático, sólo impredecible. La muerte y el desamor, la tragedia íntima, la sequía dentro de uno mismo. Estas cosas llegan así. Son facturas en el buzón que no esperábamos. Un impago emocional. A veces nuestro corazón está en números rojos. Blísteres de pastillas. Pilates. Libros de Juan José Millás. Esa mierda que a la larga será abono. La vida siempre es nueva. Hay flores en los lugares más insospechados.

En torno al vino está ella. Aquella noche malagueña en la que fantaseamos con casarnos. Es prodigioso el paso del tiempo, cómo nos lleva a lo inesperado. Nos engaña y seduce. Nos hace ver que las cosas no serán como finalmente terminan siendo. En torno al vino, recuerdo, la noticia del niño que viene. Futuras abuelas, tías, tíos, la primada. Estas cosas que hacen que el vino sea lo de menos. Que su sabor sea baladí. Su esencia afrutada, una excusa para rellenar la copa. En torno al vino los de siempre. “Por los presentes y por los ausentes”, exclama mi tío Manolo en cada brindis. Hay tanta verdad en lo que se fue como en lo que nos queda.

Pasa que el fútbol, como el vino, nos gusta sin necesidad de entenderlo. Igual que el vino, el fútbol nos socializa. Nos integra. Nos congrega en torno a su rectángulo de hierba. Vidas tan diferentes que, de repente, se fusionan. El pijo y el tieso. El imbécil y el santurrón. Como alrededor de las copas. “Existe en la esfera terrestre un gentío innumerable e innominado cuyo sueño no podría dormir los pesares. El vino escribe para ellos cantos y poemas”, escribió Charles Baudelaire. Cambien caldo por deporte en la socorrida cita. Asistimos al fútbol como el comensal sin hambre pero con ganas de reírse. De echar un buen rato. De sufrir solo a ratitos.

Y luego está el listo. El que habla primero. El del párrafo inicial. El que menos sabe pero el que más ganas tiene de que se le escuche. El que se ampara en la retórica para disfrazar su vanidad. Su verbo huesudo. Su ejército de palabras desfilando desnudo. Para gente como él abro esta botella y bebo. Me da igual el sabor. Embriaga y trepa hasta mi cerebro con dulzones piolets. Es bonito disfrutar sin entender. Es una oportunidad para volver a ser niños. Para ellos los laberintos son un juego. Perderse es divertido. El ser humano está donde está porque buscar es tan placentero como encontrar. Cuando abren una botella de vino jamás opino. Porque no sé. En el estadio tampoco me hago el interesante. Solo disfruto rodeado de gente que me importa. Madurar es darle al mundo un brochazo de intrascendencia. Mi abuelo siempre decía “bueno va”. Él sabía lo poco que importaba el vino si, en un milagro de sobremesa, estábamos en la mesa con las personas adecuadas.

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