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Dinero

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Antonio Agredano

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El dinero son dos dedos hundidos hasta la campanilla. Hay quien habla de dinero con la misma lascivia y viscosidad con la que habla de mujeres. Con ese deseo apenas refrenado, con esa palabrería incómoda y obscena. Invasiva. Dibujando cinturas y caderas en el aire. Con los ojos amarillos por el humo, salidos de sus órbitas, mientras los dientes se muestran tenebrosos en una impúdica sonrisa. Personas, clubes, coches… da igual. Da igual porque para ellos todo tiene un precio. Los hay con traje y corbata, pero también con camisa de algodón de manga corta desabrochada hasta el pecho. El dinero no tiene dress code. Su pasión funesta atraviesa el mundo como el pincho de metal al rollo de kebab. Quizá no se expresen igual, pero se entienden entre ellos. Lo que es mío es mío. Para que se lo lleven otros, me lo quedo yo. Hacen tintinear las monedas en sus bolsillos. Se salivan el dedo para contar los billetes en la cartera, pasando las páginas de su libro polvoriento. Pueden beber Moet Chandon o pueden beber Coca Colas. Pueden vivir en suntuosas mansiones o en destartalados pisos. Ostentosos o monacales, teatrales o comedidos, puteros o fieles, horteras o exquisitos, borrachuzos de puño apretado o mediofondistas. Están entre nosotros, observando, calculando, conquistando nuestro espacio con su vampírica ambición. Con su lujuriosa miseria.

El Córdoba está en el pozo por un hombre de esos a los que le gusta la pasta, que están cómodos hablando de negocios en los postres. Carlos González olió la sangre y cogió a un club seco como una momia en la mesa del arqueólogo. Se entretuvo un rato con el equipo, lo movió de aquí para allá, como haría un gato con un ratón muerto. Y luego lo engulló en un pestañeo. No hacía falta que lo dijera Emilio Vega, ya en el exilio: Carlos Gónzalez no sabe nada de fútbol. Al menos, ignora lo elemental en este negocio: el fútbol da dinero, pero es un sentimiento. En el equilibrio está la única virtud. Si te metes en este río, súbete los pantalones y mánchate los pies. Hay un balón. Hay bufandas los fines de semana. Hay ojos humedecidos y gritos desaforados. Hay suerte, buenos y malos futbolistas, confianza en el entrenador, un funambulismo entre la billetera y el banquillo. Gana dinero, el que puedas, pero no nos jodas. Porque este escudo es parte de nuestro patrimonio. Pero lo de González no era la mesura, lo suyo era la rapiña. Las cuentas, interminables hojas de Excel. Los dineros, los chanchullos, rascar de aquí, tirar de este hilo, abrir esta caja. Medrar. Manipular y pedir. Quejarse. Quejarse dramáticamente. Decir que todos dan la espalda al club. Asumir la portavocía de un sentimiento ajeno. Enmarañar. Mentir. Desafiar a instituciones y aficionados, a empleados y futbolistas. Habitar en las entrañas del Arcángel como una solitaria que devora todo lo que le echan.

El ascenso a Primera, tan irracional, tan inesperado, tan de oasis en mitad del desierto, no es una muesca en el revólver del antiguo presidente, sino en el nuestro. Un premio a la paciencia y a la fe. Un equipo pequeño que de repente se hizo grande. Mario devorando una seta. Un entrenador vulgar que llegó y topó. Un gol tras una invasión de campo. Quien quiera apuntarse el mérito de ese ascenso debe conocer las leyes de lo improbable, los oscuros designios del milagro. Un aficionado con una rama de romero en el bolsillo trasero del vaquero tiene más culpa de aquel ascenso en Las Palmas que un presidente incapaz de entender a un club que crecía bajo sus pies, como la imparable y corajuda mala hierba.

Desde el descenso, todo han sido decisiones con una única motivación: enriquecerse a costa del Córdoba Club de Fútbol. Reparto de dividendos, reclamación de terrenos para la Ciudad Deportiva, ahorro en los mercados de fichajes, ventas de futbolistas franquicia. Todo, absolutamente todo, digno de Liberty Valance. Un saqueo. Pañuelo en el rostro y caballo encabritado antes de la marcha. El último caso, como cuenta Rafael Ruiz en el ABC, los 20000 euros que el Ayuntamiento, entre la ingenuidad y la estupidez, quiso regalar al club a cambio de una difusa campaña de promoción en India que, según dictaminó Intervención, no está lo suficientemente probada, ni económicamente justificada. Ópera bufa.

Confirmo lo que llevo años intuyendo: a perder se nace sabido, lo verdaderamente difícil es aprender a ganar. A disfrutar la victoria. A no deshacerse tras levantar al cielo los brazos. El Córdoba está cayendo como el Coyote por el acantilado y una de las últimas ramas, la del Mirandés, se quebró mientras nos aferrábamos a ella. Cuando a uno le toca un equipo -porque esto toca, no se elige-, al menos piensa que hay una parte de su corazón protegida en un cofre. En la seguridad de unos colores. En la cámara acorazada del estadio. Ponemos una parte de lo que somos, de nuestra felicidad, a buen recaudo. Sabemos que a veces duele y otras veces duele más. Pero aún así lo fiamos todo a la casilla de nuestra camiseta. Arrastramos las fichas, soplamos los dados y cerramos los ojos.

Los González y su banda de cuatreros son tahúres. Trileros. Mienten y envenenan. Agostan al equipo, lo queman. Cereal ennegrecido. Tierra gris. Ni futuro, ni brotes de esperanza. Está partiendo Caronte y vamos en la barca. Se van con las bolsas llenas. El dinero de mi abono, el dinero de mi camiseta, el dinero de mis cervezas sin alcohol en los bares del estadio. Todo. El forro blanco asomando por los bolsillos. Su sonrisa. Y encima se permiten el lujo de encararse con la afición. De dar palmadas con genio. De quejarse. ¡Quejarse ellos que viven de lo que a nosotros nos quita la vida! Da igual el padre, el hijo, el yerno o un primo lejano. Han venido juntos, cabalgando entre una nube polvorienta, disparando al aire. Asustando a los buitres.

En la mesa, mi familia siempre evita hablar de dinero. Es como si ensuciara la comida. Como si nombrarlo si quiera nos alejara de la paz de compartir pan y vino. Quiero un Córdoba lejos de esta familia, de esta pandilla siniestra. Quiero un Córdoba nuevo y en Segunda. Quiero que vendan la sociedad, que se vayan por donde vinieron. Quiero que no toquen mi telera con sus manos manchadas de tinta. Quiero que se vuelva a llenar el estadio. Que no nos sintamos presos de un sentimiento. Que amemos como se amaba de adolescente, borrachos, besándonos detrás de un árbol tras un arroz en El Patriarca. Ese amor que olía a leña, a césped, a whisky barato. Amar de esa forma excesiva y pura. Que se vayan. Que no molesten. Que recojan las monedas del suelo y huyan como huyen los atracadores en las películas, con los billetes volando de las bolsas, con la sirena de la policía cada vez más cerca. Que nos dejen en paz. Que dejen que el Córdoba pierda o gane, baje o suba, pero sin sentir el rubor de su lamentable gestión, de su ponzoñoso cometido. No es la pizarra de Carrión, ni la derecha de Rodri, ni son las lesiones de Rodas, ni el errático desempeño de Ramos. No es fútbol lo que nos preocupa. Ya estamos acostumbrados a todo. He visto a Jens Janse controlar un balón raso. He visto al Talavera meternos tres goles en El Arcángel.

Lo que de verdad me preocupa es ver a mi club mancillado. Un cadáver al que le han removido las entrañas. Una afición perseguida y criminalizada. Hasta los que fueron serviles con la directiva, ahora se vuelven respondones. Hay una grieta que recorre el estadio de sur a norte. Un abismo bajo nuestros pies. El césped marchito. Y el dinero, siempre el dinero, como un dios ciego que a tientas nos vigila. Nos olisquea. Nos guía por un camino ininteligible. Dinero. Un despacho que huele a tabaco. Una lata de Coca Cola que sirve cenicero. “Vamos. No me jodas. Tiene que haber una forma de conseguir más dinero”. Aún más dinero.

El Córdoba es como el balón de Nivea que hundimos entre las olas. Siempre sale. Siempre emergerá airado y luminoso. Y pienso en los aficionados como pensaba Octavio Paz en los que se habían ido: “Hoy recuerdo a los muertos de mi casa. / El pensamiento disipado, el acto disipado, los nombres esparcidos”. Llegará el día en el que, al abrir la puerta, no encontraremos a los cuatreros en sus piltras. No tropezaremos con sus botas polvorientas en el descansillo. Llegará el día en el que abriremos las cortinas para que la luz entre con fuerza. Abriremos las ventanas para airear las estancias. Porque ellos se habrán ido. Sueño con ese día. Sueño con un Córdoba, por fin, nuestro. Tan lleno de nosotros como de ellos vacío.

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