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Cabotaje

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Antonio Agredano

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Era como un astronauta flotando en el vacío. Ingrávido en la eterna noche de las entrañas. Sin luz, todos los órganos son esponjas cubiertas de petróleo. Aburrido de girar, se tendió sobre una de las paredes calientes de su galaxia. En contacto con su madre. La doctora me miró y contuve las lágrimas como un niño que se sorbe los mocos en el recreo después de haber recibido un balonazo. Por dentro, una mezcla nueva. Esperanza y miedo. El terror como un gusano voraz en las catacumbas de una manzana. Álbumes llenos, de cuando los recuerdos estaban amenazados por el carrete velado. Mi padre nunca albergó dudas, o eso pensaba desde la infantil terraza a la que me asomaba. Las manos apoyadas sobre la baranda y un mundo confortable ante mis ojos. Después cae el telón y todo se muestra tal cual es: los nudos siniestros en el costado de los árboles, las baldosas rotas por sus imparables raíces, la naturaleza apenas domesticada. El ser humano en su inconsistente grandeza. El dinero, la enfermedad, una inseguridad ingobernable, el desamor, la tristeza que llega en silencio y se sienta en el salón sin dar explicaciones. La nostalgia de lo que tuvimos, la incertidumbre de lo que tendremos. Los que se van. Los que están pero como si no estuvieran. La vida como tierra húmeda en la que la lima no se clava, sino que rebota espoleada por alguna piedra que yace enterrada. La vida como la lluvia inesperada y polvorienta al final del verano. La vida como la cámara naranja de un balón rompiendo el pentágono, como un tumor de aire que lo condena a muerte con el siguiente puntapié. Algo tan grande en un espacio tan pequeño. La inmensidad de la vida en el vientre minúsculo.

“Y tú, padre mío, allá en tu cima triste, maldíceme o bendíceme con tus fieras lágrimas”, escribió Dylan Thomas. Veo a mi padre leyendo el Diario Córdoba en un bar de Parque Figueroa. Yo estoy pateando un balón en la plaza, junto al ancla. Es la hora de ir de casa. “Un rato más”, le suplico. Él vuelve la vista al periódico, resignado. Soy sólo un niño con tobillos carnosos que lanza la pelota contra la pared. La explosión del cuero contra el cemento. El eco de su lamento inflado. Por entonces aún no sabía que “un rato más” es todo cuanto hay que pedirle a la vida. Un rato más junto a mi madre, un rato más junto a mi padre, un rato más pisando el futuro con intención y ternura. Un rato más con ella, junto al hijo que llega, flotando desde la nada, a llenar nuestras vidas.

Me apoyé en una silla y toqué el pie izquierdo de María, buscando un asidero a la realidad, retornando del vértigo. No sé su nombre, ni su sexo. No sé qué rostro, ni olor, ni manías arrastrará hasta la vida. Ni qué desaires, ni silencios. Todavía me temblaban las rodillas cuando la enfermera apartó el ecógrafo de la camilla. En su pantalla aún se veía impreso el vuelo de mi pequeño explorador cósmico. No podía dejar de mirar su silueta indescifrable. Sus manos como aletas de pez, su cráneo sencillo, la naricilla apuntada, el corazón tiritando en blanco y negro. Y ahí estaba yo, el padre futuro, rígido, con una sonrisa escarchada, mirando fijamente la instantánea sombría, como si de un balonazo hubiera roto la ventana y no pudiera apartar mis ojos culpables del agujero nervado en el cristal. En mitad de una habitación de hospital, descifrando el porvenir, palpándolo en la madrugada del monitor.

De pequeños, todos queríamos ser Kevin Arnold. De mayor, estoy condenado a ser Antonio Alcántara. En la ficción siempre tienen la palabra precisa. En la realidad, tartamudeo cuando la responsabilidad es enorme. La paternidad me es tan lejana como la maratón. En una pesadilla recurrente, abro los ojos y estoy con las zapatillas deportivas puestas, un cortavientos fosforescente y los pies tras la línea blanca que marca la salida en el asfalto. Cuando el juez marca el inicio de la carrera, todos pueden moverse menos yo, que les veo alejarse. Grito. Estiro los brazos pidiendo ayuda, mis piernas son como de piedra. Ninguno mira hacia atrás, nadie repara en mi desconsuelo, en mis músculos endurecidos por el esfuerzo baldío. Ellos se van y yo me quedo. Tras la ecografía, pensé en ese sueño. En si, llegado el momento, ya como padre, sentiré esa parálisis. Nadie te enseña a vivir. La vida se enseña a sí misma, se retuerce como una lombriz que has apresado con los dedos. De mí ya no sólo dependeré yo. No necesito la religión porque gasto toda mi fe en obligarme a creer en mis propios pasos.

Cuando el domingo pasado el Córdoba perdió contra Valladolid y se acercó de nuevo al descenso, pensé que de la mano de mi hijo vendría una temporada en Segunda B. Su pan debajo del brazo era el Cartagonova, el Colombino o el Artés Carrasco. Tardes calurosas en el Municipal de La Victoria. Hasta en el Hades hay flores, se llaman asfódelos. En El Arcángel es Caronte quien te acompaña a tu asiento. De niño me hice del Madrid por pura supervivencia. Mi tío Sebastián me regaló una camiseta merengue. La luzco orgulloso en las fotografías familiares. Con la edad, cuando las chicas sustituyen a los dibujitos animados y golpear el balón se convierte en un juego que duele, uno va adquiriendo la visión heroica de la existencia. Y no hablo de lanzarse a mar abierto, ni mucho menos. Es puro cabotaje. Sin abandonar el arropamiento de la costa, el Real Madrid, uno se lanza a otros puertos, como el del Córdoba. Un puerto pequeño, con estibadores huraños. De poco calado, de fondo arisco, con un faro que a veces se estropea. Yo llamo kingkonistas kingkonistasa todos esos que entran en la conversación dándose golpes en el pecho. Hay que desconfiar siempre de los monos gigantes, son demasiado ruidosos. Las grandes verdades se pronuncian con voz templada. Habrá quien leyéndome piense “yo soy del Córdoba de toda la vida”, “yo nunca he necesitado otro equipo” o el mantra de grada por antonomasia “yo he mamado mucha Segunda B”, o tal vez ese punzante “por gente como tú estamos como estamos”. Y bueno. Quizá tengan razón. Pero el fútbol es un itinerario íntimo. El final del viaje, nuestra Ítaca, es la unión del estadio. Da igual de donde venga cada uno si todos remamos en la misma dirección. Cuando yo era niño el Córdoba no existía. Era una piedra en el fondo de un mar encabritado, sepultado por la espuma. El Madrid y el Barça simplemente flotan sobre las olas. Están siempre ahí, mecidos con dulzura por la corriente, mientras los clubes pequeños se amontonan en el lecho. Soy feliz porque un día metí la mano y saqué mi piedra con decisión. El agua estaba fría.

Pienso en lo que llevo vivido y el cabotaje siempre me ha mantenido firme, en permanente búsqueda. “Si no sabes hacia donde se dirige tu barco, ningún viento te será favorable”, escribió Séneca. Sin perder la costa, sin exagerar el esfuerzo. Avanzar sin soltar la mano de la tierra. No abandonarme al océano, a su inexplicable glotonería. Estudiar, conseguir un trabajo, casarme, ser padre. Un piso, dos coches, una familia. Películas de suspense los domingos. Seguir a un equipo humilde. Ir, cuando puedo, al estadio. Ver perder a los míos. Emocionarme en la trabajada victoria. Dar por buenos los empates. Avanzar, constante, sintiendo la brisa del tiempo, la camisa flameando. Navegar con impertinencia y una blanda convicción. Mis padres tiraron de nosotros y nosotros tiraremos de los que vengan y, aunque crujan los maderos y de vez en cuando haya que achicar agua de la bodega, aquí seguimos. Sigo. Porque veo a mi padre leyendo el periódico y a un niño que soy yo o, al menos, se me parece.

Roberto Baggio fallando el penalti definitivo. Al fondo, difuminados, los brasileños celebran su error. El Mundial se aleja sobre el travesaño. El italiano mira el césped buscando al culpable en la cal, entre las briznas segadas que caen como una lluvia esmeralda, en la puntera raída de su bota. Sería un precioso póster para el cuarto de mi futuro hijo. En esa foto está todo lo que sé del fútbol. Lo del Córdoba vendrá solo, caerá por su propio peso. Abrazar la derrota es reconfortante. Navegar sin perder de vista lo terrenal. Cabotaje de los sentimientos. Al fútbol, como a ser padre, se juega con el corazón. Y en el corazón no se puede ganar siempre. También hay penaltis fallados, goles en el último minuto, balones escupidos por el poste. La vida se construye sobre la incertidumbre.

El astronauta minúsculo niega el contacto con la nave nodriza. Prefiere flotar solo al abrigo de las estrellas. Veo a mi padre leer el periódico. Veo a un niño que le da patadas a un balón. El sol se despide con desgana. “Un rato más”, le suplico. “Ya es tarde”, me contesta con la voz inquebrantable, hormigonada. Con su serenidad totémica. “Un rato más”, insisto. Mira el reloj. Sonríe con tibieza. “Diez minutos más, y aprovéchalos que son los últimos”, sentencia. Le doy las gracias y corro con el balón cosido a los pies. Corro como si aquella fuera mi última carrera. Cierro los ojos y a mi alrededor se alza un estadio. Encarcelo la respiración, aprieto los puños, apoyo la izquierda y levanto la derecha convencido. Disparo con todas mis fuerzas contra el muro. El silencio previo al éxtasis, la vigilancia resplandeciente de los focos, mis sombras trazadas sobre la hierba. Mis compañeros acompañan la estela del balón con la mirada, el sudor les perla la frente. Se levantan los hinchas del asiento. Se aprietan las bufandas contra el pecho. Disparo. Disparo con el corazón, como si en ese gol también a mí me fuera la vida.

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