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La caseta del PSOE

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Antonio Agredano

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Yo también bebo Cocacola en la clandestinidad. No vaya a ser qué. Entre el azúcar y el capitalismo, a veces, uno se siente el diablo. Ya me tocó entregar mis libros de Marx, mis discos de Rage Against the Machine y mi imán de nevera de Fidel Castro cuando decidí comprarme un ordenador de Apple. Como ya no nos gusta nada, encontramos refugio en lo trivial. Nos evitamos el esfuerzo celebrando las cosas sencillas. No sé qué mundo dejaré a mis hijos y tampoco tengo muy claro qué mundo heredé de mis padres. Ser de izquierdas era algo divertido pero ya hasta angustia. Como descubrir que no te cabe el culo en los columpios o como aquella tarde de mayo en la que me quise montar en un poni de la Feria y el gitano me dijo que ya era muy grande para ponis, negándose a venderme el ticket. Yo era un niño, pero mi cuerpo había empezado a crecer. Bueno para el balonmano, malo para la Calle del Infierno. Esa tarde el mundo adquirió una nueva dimensión, oscura y laberíntica: hacerse mayor. Bienvenido a la ruta de la decadencia. De los ponis, casi sin darme cuenta, pasé a palpar tetas tras la caseta del PSOE y creo que de ahí me vino la militancia, de asociar el logo de la rosa a los pequeños roces adolescentes. Quizá mi socialismo es pauloviano, el albero de la feria, la brisa hedionda del Guadalquivir, un amor que se abría con timidez... quizá beber Cocacola sea lo de menos. Si alguna vez conozco a Susana Díaz, empezaré mi relato por aquí. Uno se mete a futbolista por los goles. Después le toca ser defensa y el gol se aleja como los hidropedales en la Malagueta. Con el PSOE pasa lo mismo, uno se afilia para cambiar el mundo y poco a poco el mundo le va cambiando a él. No quiero ser catastrofista, si Rodas marcó de chilena, quizá algún día me voten y termine siendo alcalde de mi ciudad.

Madurar es que te reconforte un solo de saxo sonando en una canción. El otro día me descubrí escuchando a INXS y tuve miedo. Me abracé las rodillas en una esquina del piso y me palpé el pendiente buscando en su ingenua macarrería algo de consuelo. Mi primer beso fue a una compañera de 2º de BUP bailando una canción de Los Rodríguez que tocaba La Banda Beethoven. Empapado de Pilycrim, sudado, ingenuamente borracho y nervioso. Yo bailo como mi padre. Mi padre baila como Roberto Carlos lanzaba las faltas. Coge carrerilla y luego avanza con los brazos pegados al tronco y dando pasitos de puntillas. Aquella tarde de miércoles fue inolvidable, aunque intento olvidarla a menudo. No tengo aprecio por el pasado. En eso parezco más sevillano que cordobés. En Sevilla se pasan el día planeando lo que viene y en Córdoba pasan las horas recordando lo que ha sido. Sevilla es un mañana eterno y Córdoba un ayer que no acabará nunca. Málaga, donde pasé cinco años, es un presente continuo. Como si Epicuro hubiera abierto un chiringuito en Huelin. Tengo raíces frágiles. Soy parte de todos los lugares en los que fui feliz. Mi hogar es un autobús del ALSA que nunca se detiene.

Mi último beso lo di esta mañana, a mi esposa, en la mejilla, antes de irme al trabajo. En medio hay una vida, pero uno no se da ni cuenta. Mi primer artículo lo escribí también en 2º de BUP, en el Apuntes, el periódico del López Neyra, mi instituto. Era una crítica al Departamento de Religión, que había tenido la ocurrencia de poner a sus alumnos vídeos de abortos reales para hacerles ver la barbarie que aquello se suponía que era. Fetos desmembrados, niñas llorando en la sala de proyección, y una educación con menos letra menuda. Ahora sería trending topic. Firmé aquella pieza con seudónimo, una de las ventajas que tienen los boletines fotocopiados. Mi último artículo es este. Allí había un adolescente terco y justiciero y ahora hay un señor preocupado por el pago de la luz y las obras que mejorarán la piscina comunitaria. En medio, lo que fuimos y lo que seremos, pero jamás lo que somos. Sabemos desde donde saltamos e intuimos donde caeremos, pero el abismo de aire entre medias es bárbaro e inexplicable.

De mi primer artículo y de mi primer beso aprendí que la osadía es una virtud y que la cobardía nos lleva de la manita a la intrascendencia. Cuando Héctor Rodas marcó su golazo frente al Elche, pensé en que sólo quien busca, encuentra. Eso no significa que todos los que buscan encuentren algo. Estoy harto de ver a perseguidores de sueños con lamparones en la camisa y la conciencia. Un gol puede ser casual, intencionado o divino. Dios pulsó el cuadrado en el mando de la Play y la máquina de la vida hizo el resto. Yo sólo soy feliz en la incertidumbre. Cada paso debe ser un descubrimiento. Soy insaciable y es terrible, porque a veces la vida te pide la disciplina del hámster en su rueda mientras que uno prefiere ir aleteando, probando y equivocándose con estruendo.

Hace unos meses, cuando el Córdoba no estaba tan mal, me encontré a Rodas y Cisma tomando una copa en el Mercado de la Victoria. Cuando el defensa marcó, sacó la camiseta de su compañero, que se había lesionado una semana antes. La amistad se forja en la barra de los bares, nunca en un campo de fútbol. El compañerismo es un deporte ajeno a la pelota. Aquella tarde-noche, Héctor y Domingo charlaban animadamente mientras apuraban con mesura sus vasos de tubo. Quizá se contaban sus historias. Sus primeros amores. Esas lágrimas que no terminan de salir, como el motor de un coche que trata de arrancar sin batería. La hipoteca, lo caro que sale el colegio de los niños. Sus cosas. Entiendo que la vida tiene mucho de barra de bar y muy poco césped, aún menos de remates acrobáticos. Que la vida tiene más de no decir basta cuando te sirven el ron en una esquina del pub que de salvaciones, bombos que brillan y señores disfrazados de caimán. O eso quiero creer, desde este lado del partido. Como nunca fui futbolista, me hice de izquierdas. Los primeros besos no son comparables con los últimos. Como este artículo no tiene nada que ver con aquel primero que escribí, furioso y agitado. El tiempo es un bromuro del entusiasmo. Pero nadie me quitará aquel amor adolescente a la sombra del puño y la rosa. Chúpate esa, Podemos.

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