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Una foto con Valentín

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Antonio Agredano

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Es difícil no zambullirse en el agua templada de la nostalgia. Paseo por el borde de la siniestra piscina con la tentación de lanzarme a recordar lo que fui, lo que sentí, lo que soñé cuando era un niño. La melancolía me llama con dulzura, como una sirena dispuesta a devorarme. Vivir mirando el pasado es tan peligroso como vivir esperando un futuro que nunca llega. La supervivencia se ancla en el presente, en el campo del ahora es donde hay que morir, dándolo todo. Como Andone cuerpeando con los centrales, como Razak abandonando la sombra del larguero para lanzarse a las botas de un rival, como Deivid trabando la galopada de un delantero más rápido que él.

Creo que el Córdoba CF es un club al que le incomoda el presente. Es contagio de una ciudad que tiene una deuda con lo que fue y una desconfianza angustiosa con lo que podría ser. Córdoba es un señor recién divorciado que no sabe qué ponerse para ir al Long Rock a tomar algo e, incapaz de decidirse, opta por quedarse en casa a recordar lo que perdió y llorar por un futuro demasiado liviano.

Crecí en Parque Figueroa, un barrio como una isla de cemento en mitad del campo. Unido apenas por hebras de asfalto a Córdoba, cada tarde era una aventura al salir de clase. El campo de girasoles, el hospital abandonado, el viaducto siempre húmedo y oscuro, el canal, la frontera con las casitas portátiles. Todo era nuevo. Sólo hacía falta un bicicleta para achicar el mundo, hacerlo comprensible, recorrerlo con temor infantil, solo o acompañado, compartiendo el temblor, con esa joya a la que llamábamos amistad y que, ya adultos, descubrimos como mera bisutería.

En el campo de fútbol de Figueroa conocí a Valentín, uno de los mejores futbolistas que tuvo el Córdoba en aquella época ominosa entre mediados de los ochenta y principio de los noventa. Yo tenía seis o siete años. El delantero jugaba uno de esos partidos navideños de solteros contra casados. Mi tío Sebastián también jugaba en la pachanga y me llevó con él para echar la mañana. Sebas, El Pelos, era un central melenudo y expeditivo, de tarascada y patadón. Un káiser para mis párvulos ojos. Él me enseñó a amar el fútbol. Tras el partido me hice una foto con mi tío y Valentín. Estaba orgulloso de ambos, aunque las hazañas de Antonio Valentín sólo las conocía por boca de mi tío, que hablaba de él con entusiasmo. Aquella mañana fría pude comprobar la diferencia entre un grupo de amigos que patean el balón y un jugador profesional. Valentín marcó tantos goles que perdí la cuenta. Yo lo miraba desde la banda con la boca abierta, embutido en un chaquetón que apenas me permitía moverme.

En aquella época aún no había visitado El Arcángel. Para mí el fútbol era un deporte que se jugaba sobre tierra en campos sin gradas, con camisetas sin publicidad, en los márgenes de cal, de pie, escuchando el crujido del cuero y los gritos del portero a su defensa. La primera vez que vi un campo con césped brillante en vez de pastosa arcilla ya estaba cerca de la adolescencia, había ojeado las revistas guarras del padre de Jorge y andaba de la mano de una niña de mi clase por la verbena del barrio. Eran otros tiempos. La infancia es un relámpago, luego nos lanzamos a un mundo hostil y fascinante, como una red de araña recién bañada por el rocío.

En la foto con Valentín posé orondo y feliz, con un balón embarrado a mis pies. Es mi primer gran recuerdo futbolístico. Revivo con nitidez aquel día: el olor a albero mojado, las elásticas empapadas, el humo que salía del perol, los restos de anís conquistando el aire y un cielo grisáceo que caía pesadamente sobre el rectángulo donde debuté, un par de años después, como portero del benjamín del Figueroa. La felicidad será laberíntica o no será.

El pasado día 31 de diciembre estuve almorzando con mi mujer, María, y mis cuñados José y Cynthia. También andurreaba por allí su hijo, mi sobrino, Alejandro. No sé si a Alejandro le gustará el fútbol. Espero que sí. De momento pone más atención en motos y coches que en balones y botas. El ruido del motor hace palidecer el chutazo hueco de una pelota. El fútbol es un deporte complejo que madura lentamente, como un buen whisky. Pero todo cambiará. En una de las mesas cercanas a la nuestra en la Taberna Cosso, donde comimos, estaba también Perico Campos. Quisimos saludarlo y mi cuñado tuvo ilusión por hacerle una foto a su hijo con él.

Pedro Campos coincidió con Valentín en el Córdoba. En la foto que encabeza estas palabras están ambos, en Segunda B. En aquella temporada en la que Valentín jugó sobre barro en Parque Figueroa. Cuando yo era un niño. Estuvimos hablando un buen rato con Perico sobre fútbol, jugadores que explotan o se quedan en el camino, sobre el Córdoba, su futuro, sus contradicciones. Alejandro lo miraba con fijeza sin entender nada y luego volvió a sus coches. Allí nos quedamos Perico, María, José y yo otro buen rato, en una deliciosa reunión improvisada. Hablar de fútbol es mejor que jugarlo.

Dentro de unos cuantos años miraremos la foto del otro día con nostalgia. Es el juego de la vida. Los recuerdos nos lanzan a los buenos tiempos. Rememoraremos aquel almuerzo, la conversación con Perico y quizá su padre o su tía le expliquen a Alejandro cómo de grande era aquel señor con el que, en aquel soleado y último día del año, quisieron hacerle una fotografía. El fútbol se despereza dentro de nosotros sin estruendo. La infancia es tierra fértil. En unos días los niños bajarán al parque con sus balones nuevos, las botas brillantes y la camiseta de sus equipos. La vida es un balón embarrado que no para de girar. Para los que estamos, y para los que vendrán, volver siempre será un ejercicio cálido. Somos parte de lo que fuimos. Esa foto, un partido por jugar, un sentimiento en blanco y verde, felizmente compartido.

Hay tiempos que no volverán nunca pero que no se terminan de marchar. Instantes que se mantienen unidos a nuestra vida, como esas carreteras estrechas y pálidas que unían el Parque Figueroa con Ciudad Jardín y las Margaritas. El Córdoba es como una de esas lenguas de asfalto que nos unen unos a otros en esta ciudad tan odiosa como insustituible. En la cena de Navidad abracé a mi tío Sebastián sin decirle nada, aunque con mis brazos quise decirle «gracias por el fútbol». Al despedirme de mis cuñados les abracé con fuerza y sin decirles nada quise decirles «gracias por Alejandro y por compartir vuestra felicidad conmigo». Cuando besé a María, sin decirle nada, quise decirle «la vida a tu lado merece ser vivida». Me hago mayor, pero no quiero dejar de ser aquel niño que posa con un balón a sus pies, con el orgullo aún tierno y la ilusión intacta.

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