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No derrumbarse

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Antonio Agredano

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He llegado a esa edad en la que la Navidad es más un contador de ausencias que una festividad ingenua. Siempre falta alguien, aunque esté presente. Porque no todo es morirse, también hay un lento apagarse, un distanciamiento invisible. Una fractura entre los mundos, una brecha que en las familias se va abriendo con pausa y disciplina. No hablo de cuñados elocuentes, ni de hijos rebeldes con su poco disimulada incomodidad en la mesa, ni de abuelos cargando con esa tristeza titánica e irreparable. Es otra cosa. Una caligrafía ilegible, eso somos en torno a la mesa decorada con refinamiento y cursilería. Un enigma, o como asentía Narosky: «La incomprensión, más que la imposibilidad de comprender, es la imposibilidad de sentir». Simplemente, uno cada vez tiene menos que ver con los demás.

Extrañamos las ciudades hasta que volvemos a ellas. Allí, pisando sus calles, recobramos el juicio. La vieja en bata que recoge la mierda de su perro es la misma en Córdoba que en Málaga o en Sevilla. El señor que bebe desde temprano, la familia que viste de pija en barrios humildes, el adolescente comiendo pipas en el banco, la vecina hippie que apesta a sándalo, el padre que patea un balón con su hijo. Todas las ciudades se parecen. Las mismas franquicias salpicando las calles del centro, las mismas chicas con la misma caída de pelo, con la misma bufanda y el mismo parka verde. Chaquetones oscuros, prisa sin razonar, carritos de bebé, viejos amores escondidos entre la multitud. Una máquina que homogeneiza las ciudades. Gondomar es un desfile triste. Como Larios y Sierpes. Estamos creando un mundo inocuo, reconocible, simétrico, que de tan equilibrado empieza a resultar aburrido. La corrección política es un aliado perfecto para la nadería. Si todo nos escandaliza, a la larga, nada nos terminará removiendo por dentro.

Con las familias pasa algo parecido, y por supuesto con los equipos de fútbol. «Odio eterno al fútbol moderno», dicen precisamente los modernos. Aquellos que no recuerdan la miseria del fútbol de los noventa. «No fiché a Klinsmann porque me dijeron que perdía aceite», dijo Gil. «Con el pito nos los follamos», dijo Benito Floro. El pasado no era mejor, pero me reconforta saber que era menos previsible. El fútbol, las ciudades y las familias están preñadas de nostalgia. Un recuerdo pastoso que nos hunde hasta las rodillas. Creemos siempre que hubo más de lo que hubo. Y al final no es tanto. Un puñado de pasiones, otro buen puñado de risas extemporáneas, besos a escondidas y sueños deshaciéndose como una aspirina en el agua de la realidad.

Goles celebrados con fervor aunque no sirvieran para nada. Partido tras partido en el cementerio del Arenal. Se ha ido Carlos González y hay gente que reivindica su labor en el club. Por el ascenso, por los playoff que se jugaron. Un presidente que dio la espalda sistemáticamente al aficionado, que estranguló sus verdades hasta convertirlas en finísimas mentiras, que no supo, ni quiso, modernizar un club que necesita repensarse, asentarse, vivir por fin de cara a la ciudad y no tras sus sombrías espaldas. Un presidente que cuarteó la dignidad de mi equipo y quiso metérsela en los bolsillos. A presidente que huye, puente de plata. Qué condescendientes somos a veces, qué fácil se olvidan los agravios. En esto también se parece el Córdoba a un gran familia que oculta las diferencias y alza la copa murmurando algo entre dientes, con pacífica sonrisa, como si nada hubiera pasado.

Envejecer es un ejercicio agotador. Me miro en el espejo y noto la lejanía con respecto a ese chico que fui. Tanto misterio con la madurez y al final madurar viene a ser lo mismo que insensibilizarse. I am a rock, cantaban Simon & Garfunkel. Es el signo de estos nuevos tiempos: lo que se lleva ahora es pasar desapercibido. No inmutar a un entorno hostil. No mover las ramas para no alertar a los cazadores. Creernos únicos en un magma homogéneo. Pasa con nuestro club, al que creemos único, aunque el fútbol se empeñe en enseñarnos que en todos lados cuecen habas. Los equipos se lanzan al mercado invernal porque tienen miedo del futuro. Más o menos por el miedo, un temor sutil y transparente, las familias nos juntamos en Navidad. Porque el año que viene quizá no estemos todos. Porque en estos días hay que hacer un esfuerzo por convivir, sonreír y beber como siempre. Para no tener nada de lo que arrepentirnos. Una lupa gigante apuntando a nuestros ombligos.

Me pregunto si en las familias hay ascensos y descensos. Nuevos fichajes y sonoras decepciones. Familias mal gestionadas, diferencias en el Consejo de Administración, pañoladas tras los postres. Volví a Córdoba por Navidad y las cosas siguen igual. Nos falta un delantero y un central. Y quizá algo de chispa en el centro del campo. En la cena hablamos de fútbol, pero sólo por encima. La ciudad mantiene su imperturbable tibieza. Soy tan cordobés que Córdoba me es ajena. No soy de ninguna parte, como un fondo de inversión asiático. La vida sucede en torno al brasero. Vaciando los vasos. En un retorno perpetuo al punto del que una vez partimos. Temblorosos, como al principio de cada viaje. La familia, las ciudades y el Córdoba se arremolinan en torno a una misma idea: no derrumbarse.

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