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La honestidad

Alfonso Alba

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Un político honesto. Debería ser la norma, no la excepción. Este jueves y viernes, todos los que conocieron a Andrés Ocaña destacaron dos virtudes de su figura: que era buena persona y que era honesto. Todos los partidos lo suscribieron en una declaración institucional leída por la alcaldesa el viernes por la tarde: “Córdoba pierde un referente en lo que a la justicia social, la igualdad y la honestidad en el ejercicio de la función pública se refiere”.

Andrés era honesto, qué duda cabe. Quien lo conoció sabía de sus lujos: ninguno. Cuando se convirtió en político ya era funcionario, profesor en las Moreras. Cuando se jubiló de la política activa (de la política es imposible que nadie se jubile) asumió su plaza y siguió enseñando. Hasta que se jubiló definitivamente. Y se fue como era: sin hacer ruido, con humildad.

La honestidad en política debería ser no una excepción, sino algo obligatorio. Seguro que Andrés habría refunfuñado si llega a escuchar ese elogio.

En el año 2017, con la profesión de político absolutamente denostada (gran parte de la culpa la tiene la bien llamada clase política), el ciudadano que decide implicarse en la política temporalmente para servir a la ciudad y luego dar un paso atrás es visto como una anomalía. Incluso en aquellos partidos que llegaron a cambiarlo todo, pero que no han cambiado nada, donde se reproducen esquemas de las viejas formaciones: militantes a sueldo de grupos parlamentarios que luego se convierten en portavoces de supuestos movimientos espontáneos, codazos por ver cuántos liberados logra una formación y cuánto personal administrativo, cargos que se suceden, políticos que llevan décadas viviendo de un sueldo público sin trabajo previo conocido ni posterior por conocer, etcétera.

La honestidad en España es una anomalía, y encima se castiga.

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