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La Manada, los jueces y la subjetividad

Ruidosa protesta durante la salida del ministro de Justicia este jueves en Córdoba | ÁLEX GALLEGOS

Manuel J. Albert

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Ser periodista no es siempre un trabajo sencillo. Uno suele escribir de hechos que no ha visto y, a pesar de ese detalle fundamental, trata de ser fiel a la realidad. Admitiendo que la subjetividad es inevitable y que la objetividad es un horizonte hacia el que se navega pero al que nunca se arriba, al plumilla solo le queda una cosa: trabajar con honradez.

Así lo decía el maestro de periodistas Miguel Ángel Bastenier, fallecido hace justo un año. ¿Y qué es la honradez? Pues en este oficio viene a resumirse en dos ideas: atenerse a aquello que uno ha podido comprobar mínimamente y tratar de que el redactor no tome partido por nadie más que sus lectores. Una misión muy complicada.

Salvando las enormes distancias, siempre he pensado que los jueces caminan por la misma cuerda floja. Pero sobre sus hombros cargan con una responsabilidad mucho mayor: los togados no se limitan a describir una reconstrucción de lo ocurrido, sino que tienen que condenar o no a una persona basándose en las pruebas -o falta de ellas- y en los testimonios de los implicados. Esa conclusión la han de obtener abstrayéndose de todo lo demás y guiándose solo por el arsenal de documentos que, como piezas de un rompecabezas, recogen retazos de lo que siempre será amorfo y caótico: la realidad.

La fuerza oculta y clave en este complejo ejercicio es compartida tanto por jueces como por periodistas: se trata de la interpretación. Terminar de recrear la realidad en una sentencia o en un artículo es una labor personal sujeta a tensiones que trascienden el caso que se está juzgando o al reportaje que se está escribiendo. La interpretación de los hechos puede ir aderezada con la experiencia personal y profesional; con la educación y la ideología, con las filias y las fobias conscientes e inconscientes de quien se encuentra en la posición de dictar sentencia o escribir un artículo de opinión como el que usted lee.

En la sentencia contra La manada en la que tres jueces han dictaminado que la violación en grupo de cinco hombres a una joven no es una agresión sexual sino un abuso continuado ha jugado un papel fundamental y fatal la interpretación subjetiva de los hechos. Y esa interpretación, trasladada al Código Penal, ha beneficiado, sin duda a los cinco acusados. Para empezar, les ha librado de un buen puñado de años entre rejas y por otro, ha reafirmado la estrategia de sus defensas que ha logrado sembrar la duda acerca del papel de la víctima.

Como no puede ser de otra manera, los magistrados se han atenido de manera escrupulosa a las pruebas, incluidos 59 segundos de un terrible vídeo grabado por los acusados y decenas de mensajes en los que los cuatro daban muestra de sus intenciones antes del ataque y se vanagloriaban, después, de lo que acababan de hacer. Pero incluso semejante arsenal inculpatorio y a priori perfectamente objetivo ha sido interpretado de manera subjetiva.

También es una interpretación subjetiva la idea de que el mero acorralamiento de cinco hombres como cinco armarios a una chica embriagada y de 18 años contra la pared de un portal oscuro de madrugada no es violencia suficiente. O que el hecho de que le robasen y la dejasen tirada después de que cada uno eyaculase, suponga que ella de alguna manera pudo haber consentido el ataque.

Todas esas interpretaciones son subjetivas. Son subjetivas las imágenes que dibujan de la chica a la que han puesto en cuestión y de unos atacantes a los que incluso se les deja abierta la puerta de que pudiesen ser considerados las verdaderas -¿víctimas?- en un próximo recurso.

Y todas estas interpretaciones -subjetivas, insisto- no solo hablan de los jueces que conforman el tribunal, sino de parte de una sociedad que sigue anclada en un machismo de cocción lenta que minusvalora con una supuesta imparcialidad y equidistancia comportamientos que no son más que lo que parecen: agresiones, violaciones o asesinatos machistas.

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