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Prisión permanente revisable: ¿debe el Estado legislar la venganza?

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Manuel J. Albert

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Hay una frase que circula por ahí a modo de axioma -o meme posmoderno de red social virtual- que viene a decir que para conocer la salud de una sociedad hay que visitar sus cárceles. Es sencillo: cuanto peor se trata a los internos, de peor calidad es la población que los ha encerrado en prisión. Una extensión lógica podríamos hacerla con el Código Penal, herramienta básica de la que se dota un Estado para ordenar a quién se le priva de libertad y durante cuánto tiempo.

Como todo en tiempos de Internet, la sentencia tiene muchos padres y posiblemente ninguno sea legítimo: Dostoiesvki, Nelson Mandela y mi favorita -por mujer, republicana y española- Victoria Kent, directora de centros penitenciarios bajo el gobierno del prieguense Niceto Alcalá-Zamora.

En cualquier caso, la idea responde a un giro filosófico y espiritual iniciado en la Europa del siglo XVIII -extendido muy lentamente durante el XIX y desarrollado parcialmente en el XX- que implica la no concepción del sistema de reclusión únicamente como un castigo, sino también como una oportunidad de reinserción. Una deriva histórica que en el caso de España terminó plasmada en la Constitución de 1978 y que plantea las penas de prisión como una vía de retorno a la sociedad, no de venganza.

Oponerse a esta visión idealista -y también humanista y generosa- de la ley no era complicado antes del fin del Antiguo Régimen y tampoco lo es ahora. Con un lenguaje y unos modos distintos pero poco disimulados, la argumentación en contra sigue siendo la misma hoy que hace dos siglos: apelar al daño de la víctima, a su rabia, a su miedo y a su dolor.

Desde ese bastión inexpugnable, construido sobre los cimientos de pérdidas traumáticas y torturadas, es fácil que el legislador se acomode y redacte endurecimientos encadenados del Código Penal que no solo busquen satisfacer la natural sed de justicia de los afectados.

Innovaciones como la de la prisión permanente revisable (eufemismo para referirse a la cadena perpetua) son redactadas con la misma bilis que se busca excitar en un electorado tendente a una mano dura, sencilla y directa, que le permita olvidarse de manera rápida y satisfactoria de cualquier crimen. Un votante que, por definición, tampoco es amigo de reflexionar dos veces sobre las potenciales implicaciones en la garantía general de los derechos humanos que esos cambios pueden suponer para un país entero.

No es buena señal que un Estado olvide que su papel no es solo satisfacer las demandas de los ciudadanos, sino también resistirse a ellas cuando pueden ir en contra de las leyes fundamentales de las que se ha dotado. Estamos pendientes de que el Tribunal Constitucional dictamine sobre el recurso interpuesto contra el cambio legal que implementa la cadena perpetua en España. De rechazarse y dar luz verde al endurecimiento, habremos dado una vuelta de tuerca más a un sistema que ya nos está alejando de los países europeos más avanzados y nos acerca a modelos punitivos, como el de algunos gobiernos de Estados Unidos, que priman ante cualquier consideración, la venganza.

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