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Cataluña ya es independiente para el PP

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Manuel J. Albert

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En muchos aspectos, parece que el Partido Popular ya considera a Cataluña un estado independiente, al menos, de sus intereses directos como partido en ese territorio. Con aquellas cuatro provincias perdidas, sus papeles en el esquema político del PP para el conjunto del Estado son más sencillos: servirán de maza electoralista y medieval para arrearle fuerte y duro al yelmo de Ciudadanos, tratando de arrancar votos a la desesperada con cada golpe que azoten por su derecha. Solo así se explican ocurrencias como la de usar el 155 para alterar el rol del catalán en las escuelas, uno de los temas más preciados y delicados en Cataluña.

Yo soy un producto frustrado del primer sistema de inmersión lingüística catalana. Desde Preescolar hasta Tercero de Educación General Básica ( el actual Tercero de Primaria, para nuestros lectores millenials) cursé estudios en las escuelas concertadas Taulat y Laiteània, de Barcelona, pioneras en seguir el nuevo modelo educativo que acababa de estrenar la Generalitat de Cataluña, a principios de los años ochenta.

Hijo de padres castellanoparlantes -mi familia materna había perdido el uso del valenciano un par de generaciones atrás, por aquello de que era “un idioma inculto y de pueblos”- yo no solo desconocía el catalán, sino que hablaba con la zeta. Así que, para mi total desconcierto, una maestra me llamaba cariñosamente Manolo Caracol. Una visionaria, aquella mujer, porque solo unos años después acabé viviendo en Córdoba, donde terminaría averiguando quién era realmente ese señor, tocado siempre con el sombrero del país y con una particular forma de pronunciar las eses.

Soy un producto frustrado por eso. Por la prematura partida y sin completar los estudios de la escuela catalana. Pero en los cinco cursos que viví aquel incipiente modelo educativo, se me regaló uno de los presentes más preciados que atesoro: las bases de un idioma entero; las raíces de una cultura plena. Un mosaico que nunca entró en conflicto con el legado lingüístico castellano que traía de casa. Ese conjunto de teselas convivieron en el día a día con la naturalidad que solo los niños dan a situaciones que los adultos pueden percibir como conflictivas -la posible imposición de un idioma sobre otro- y que, en muchas ocasiones, bien pueden no existir.

Son muy pocos los padres que en Cataluña optan por negar esa posibilidad a sus hijos. Es cierto que el sistema se imbricó de tal modo que solo dejó la vía judicial para el puñado de progenitores que se empecinaron en que sus hijos fuesen educados en castellano como lengua vehicular. Varias sentencias terminaron dando la razón a estos padres. Sentencias dictadas por jueces que no tienen por qué saber nada sobre educación o sociedades y convivencias bilingües. Son estos dictámenes los que ahora parece que quiere usar el PP para cambiar unas reglas del juego que no buscan mejorar la convivencia en Cataluña, sino pescar votos populistas en el resto del país.

El castellano no peligra en Cataluña. Por mucho que puedan haberse esforzado los partidos independentistas más cerriles por relegarlo, su uso es tan natural y diario -sobre todo en las ciudades- como el catalán. Y siempre seguirá siéndolo. De la misma forma que ocurrió con el propio catalán durante los 40 años de franquismo en que, sin estar formalmente prohibido -se siguieron publicando libros y revistas o grabando discos en catalán- sí que se relegó totalmente de la vida pública administrativa y de las escuelas.

Pero existe un matiz enorme entre ambas lenguas que terminó decidiendo a la Generalitat su uso inmersivo en la educación: la abismal diferencia demográfica entre un español que va camino de convertirse en la segunda lengua más hablada del mundo y un catalán compartido por solo unos pocos millones en un rincón de la península Ibérica. Garantizar la normalización del catalán en la enseñanza supone garantizar su supervivencia. Y esa riqueza preservada no pertenece solo a los catalanes, sino al conjunto de los españoles y europeos.

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