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Monarquía y reproducción

Manuel J. Albert

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Desde anoche hay un nuevo rey en España. Felipe de Borbón. Felipe VI. Su mérito definitivo para acceder al cargo de Jefe del Estado ha sido ser hijo de su padre, el rey Juan Carlos de Borbón. Juan Carlos I. Y este, a su vez, fue el primero de la lista -de entre todos los españoles- a la hora de ostentar el mando del país porque era nieto de Alfonso de Borbón. Alfonso XIII. Aquí pasaré por alto que el dictador Francisco Franco le eligiese a él y no a su padre, Juan de Borbón -Juan Sin Más, pues no llegó a reinar- como heredero del Movimiento.

Pero en definitiva, eso es en esencia una monarquía. No hay más misterio. El sistema se sustenta, a golpe de eyaculaciones y embarazos, en una dinastía cuya función última es perpetuar su estirpe al frente de una familia, un clan, una tribu, una ciudad o un país. Sencillo.

Imagino que en la simpleza de su planteamiento estriba la clave de su éxito. Es un método visceral, con un fuerte componente irracional, primitivo y sexual que ahora llaman tradición. Y da igual que el nuevo monarca sea, seguramente, el Borbón más preparado de la historia de los Borbones -cuidado, que es larga- y, tal vez, el español mejor formado para dirigir la res publica.

Porque, al final, una monarquía vive pendiente de ese aspecto morboso que no se pierde ni perdiendo el poder efectivo que tenían el rey gracias a una constitución, el parlamentarismo y la separación de poderes. Aún relegado a una imagen simbólica, el sistema monárquico mantiene la misma lógica que lo parió en una cueva y se desarrolló con las primeras sociedades agrícolas: la reproducción.

Por eso, en definitiva, soy republicano.

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