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Desahucio

Manuel J. Albert

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El viernes estuve en un desahucio. Nunca había visto echar a una familia de su casa. Es asqueroso. Te das cuenta en seguida. Por las voces, por los lloros, por lo absurdo. Para hacerlo todo un poco más surrealista, cogí el móvil de mi bolsillo y me puse a sacar fotos.

No había ningún periodista más. Ningún fotógrafo cerca. Así que estiré los brazos, enarbolando el teléfono de manera bastante torpe y me acerqué. Traté de encuadrar a los afectados, procurando que apareciesen el resto de protagonistas: los funcionarios y al menos algún policía. Buscaba una imagen decente de todo aquello. Algo difícil. Porque nada lo era.

En momentos así, recuerdo por qué trabajo con una libreta y un boli. Como redactor, puedes dar dos pasos atrás y ver la escena desde cierta distancia. Me siento mucho más cómodo dejando que esos instantes tan tensos se desarrollen a un par de metros. Olvídense de mi falta de coraje, es por pudor. No me acerco a ellos por pudor. El drama, aunque el escenario sea público y las víctimas estén a la vista de todos, es algo muy íntimo. Y se merece un tiempo mínimo para respirarse en relativa soledad. O al menos sin terceros. Yo lo uso por educación. También porque mi oficio de redactor me permite esa demora antes de abordar a una persona que se acaba de quedar en la calle para preguntarle.

Pero hay que sacar la foto. Y para hacerlo, tienes que estar cerca. Tienes que dejarte de tonterías. Los fotógrafos lo saben de sobra y por eso van directos, como si no hubiese nada

más en ese momento. O porque, precisamente, no hay nada más en ese momento.

Así que de plumilla camuflado con las manos en los bolsillos, pasé a ser un fotero insolente. La escena era absurda. Todos los desahucios los son. Y este especialmente. Que aguarden a que una madre regrese de llevar a sus hijos al colegio, para presentar la orden de ejecución sin previo aviso, es de juzgado. Pero que sea un juzgado quien ordena ese proceder, es de arcada.

Siete bolsas de plástico y a la calle. Cerrajero, cambio de llaves, portazo y fuera. Se acabó.

“Nada de fotos”, me gritó un funcionario. Juro que esa frase solo la había oído en las películas. No contesté. De buenas a primeras me pidió mi nombre. Se lo di sin más. “Acreditación”. ¿Un funcionario pidiéndome la acreditación en la calle? “No tengo, soy colaborador”. “Le voy a denunciar”, insistió. “Denúncieme mañana, cuando salga la foto publicada. Pero no hoy”.

Entiendo que no estaba muy contento con sus rol en esta historia. Tampoco yo con el mío, la verdad. Pero cada uno tiene que apechugar. Y a decir verdad, tanto el funcionario borde como yo íbamos a regresar a nuestras casas. La pareja y sus dos hijos a los que él acababa de desahuciar y yo fotografiar y entrevistar, no.

Los desahucios son surrealistas. De un segundo al siguiente una familia se queda sin hogar. Y al instante, la maraña de policías y agentes judiciales desaparece. Todo vuelve a la normalidad. Los vecinos siguen paseando a los perros por la calle, acarrean las bolsas del súper y miran serios. La mirada se la devuelven, perdida, dos personas que se dan cuenta de que ya no tienen dónde sentarse.

Cuando los funcionarios desaparecieron, me entró una especia de indignación. Habían hecho su función y se largaban sin más. Pero los periodistas también nos tenemos que ir. En eso, al menos, somos iguales. Una vez que el trabajo está hecho, nos marchamos.

Le di la mano a él. No recuerdo qué le dije. Con ella no quise hablar. Estaba llorando. Volví a mi coche. Solo había pasado un cuarto de hora. Arranqué y me fui. En el primer semáforo puse Radio 3. Subí el volumen.

(Hoy a las 10.00, la plataforma Stop Desahucios convoca un acto en la fuente del cruce del Bulevar con Ronda de los Tejares)

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