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Hay tres tipos de personas

Ángel Ramírez

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Todos los días a esta hora me pasa lo mismo, no sé por qué, no es hora ya de café ni de cervezas, pero me entra esa inquietud. Si pudiera me iría por ahí, pero las seis de la tarde no son horas en agosto. Salgo al balcón como hacía tan a menudo hasta el pasado 5 de agosto, día de mi último cigarro, y miro la jaula-balcón de mi vecina, otra fumadora. Hay tres tipos de personas, las fumadoras, las exfumadoras, y las que nunca han fumado.

Las fumadoras son unas atormentadas que pasan constantemente del complejo a la suficiencia, de la pequeñez que genera la incapacidad de abandonar esa ridiculez de tormento, a la superioridad de haber desterrado el miedo y vivir con intensidad probabilísticamente suicida. Depende de en qué momento las pillas, son unas acosadas que se avergüenzan de sí mismas, o galanas y damas clásicas y autodestructivas. Viven con absoluta naturalidad ese disparo en la sien que se inoculan a cada rato llenando el mundo de densidad, profundidad y matices. Todo pasa corriendo y ellos están deseando salir, y volver a entrar, y volver a salir. Terminar lo que sea es emocionante porque viene el break, y todo lo bueno pasa en esos intervalos en que te libras del insoportable aire limpio, de las anotaciones y el aire acondicionado. Todo es interesante porque todo da paso a un cigarro, cualquier cosa es la antesala de ese momento pestoso de éxtasis, de relajación y excitación a la vez. Sería maravilloso si no fuera por el insoportable sentimiento de culpa, de sentirse estafado, de ser un enfermo incapaz de superar esa compulsión a suicidarse asquerosamente.

Los exfumadores estamos presos de la nostalgia, vivimos una falsa segunda oportunidad, como si fuera un avatar el que ocupa nuestro pellejo desde el fatídico día en que apagamos el último cigarro. Hemos descubierto tarde el olor a jornalero agosteño que tenemos todos, somos unos desterrados en un país que no nos interesa, porque todo el mundo se acuesta temprano y habla en voz baja por las calles. Es como si vivieras en el barrio de Gracia o en un piso de techos altos en Lavapiés o Chueca  y de pronto te despiertas en un pequeño pueblo bávaro, una desgracia que además te autoimpones. El tiempo está realmente vacío, ha perdido el ritmo, la secuencia que le daban los cigarros, una unidad de medida perfecta (¿nos echamos un cigarro?, un cigarro y nos vamos…),  pasas por él y es transparente, puro silencio, tienes que llenarlo tú con tus palabras, tus inventos, tu distracción, para que no te resulte insoportable. Y lo peor de todo es que vives en ese páramo y a la vez tienes que asumir el papel de participante en un programa de testimonios y contar lo bien que te sientes desde aquel día, como todo ha recuperado su olor, lo bien que respiras, lo mucho que ha mejorado tu piel, cuando todo eso te importa un carajo. Esto es así, pero te sientes orgulloso de ti mismo, lo que tenga que ser será pero ya no será culpa tuya, y mantienes el empeño en seguir siendo un no fumador.

Los que nunca han fumado me resultan difíciles de entender, aunque son los que más racionalmente han actuado. Yo los veo y parecen actores de reparto, u observadores científicos que analizan como actuamos los demás, nuestros enganches y desenganches, con un interés de etólogo. No recuerdo ya como era todo antes del tabaco, supongo que uno no hace por fumar por inteligencia, o por ser un cumplidor de normas, o un precoz fan de la salud y el deporte. Lo cierto es que su mundo me parece plano, desvaído, un tiempo continuo y descolorido, aunque también es cierto que son los únicos que pueden ser felices, porque no son conscientes de lo aburridísimo del mundo que habitan.

Llevo ya veinte minutos en el balcón, no paro de sudar y la vecina no ha salido a echar su cigarro. Frente a lo que se dice me gusta ver a los demás fumar, incluso pasar ese pequeño mono con el olor del tabaco ajeno. Mira, ahora sale, ya me estaba agobiando, ¡qué raritos somos!, pienso que  hay tres tipos de personas, las fumadoras, las exfumadoras, y las que nunca han fumado...

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