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'Oh, Uomo'

Redacción Cordópolis

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Feng ai (Wang Bing, 2013)

¿Por qué Wang Bing es el documentalista más importante del siglo XXI? Bien, la pregunta se podría responder de dos formas: la respuesta fácil y corta sería: Tiexi qu (2003), y la complicada y larga nos invita a escribir de una carrera, cuya última entrega, Feng ai (2013), no hace sino confirmar todo aquello que tuvimos ocasión de celebrar con su inolvidable ópera prima.

No es una casualidad ni un accidente que Wang Bing venga del este, del lejano oriente, tampoco que lo haga de las ruinas de la utopía comunista, del fin del siglo de las esperanzas y sueños colectivos para emerger en el de la feroz competitividad individualista. En Wang Bing, la ruina, el vestigio de aquel pasado hecho añicos, provee a su cine de un entorno posapocalíptico por el que deambula el hombre, o lo que queda de él. Aquí no se trata, como en Wiseman, de ver cómo el estado, por medio de la institución [unas instituciones, todo hay que decirlo, aún inocentes en los años 60 y 70, las décadas doradas del autor de Welfare (1975), ante la presencia de la cámara, de ahí que Wiseman pudiera rodar lo que rodó durante aquellos años], destruye al individuo, sino de documentar la pertinaz resistencia del ser humano ante la constante debacle de las utopías; es decir, su supervivencia sin ayuda alguna y en un medio rabiosamente hostil. Al final, sólo queda la herrumbre, la obstinación de la materia -también la humana- a no desaparecer, o al menos a no hacerlo sin dejar un testimonio de su anterior vida útil.

En este nuevo siglo de hombres solos, el cine de Wang Bing es también el de un director prácticamente solo -en Feng ai, ayudado únicamente por otro operador como segundo cámara-, apoyado por la aparición de las nuevas y pequeñas cámaras digitales. Los avances técnicos le permiten no sólo su presencia poco intrusiva y nada invasora, sino también la larga duración de la mayoría de sus obras, condición indispensable para captar la aparición del gesto, del detalle, que jamás es puesto en escena, forzado, coreografiado o preparado de manera alguna. Espigar el momento requiere tiempo, no sólo para el cineasta, sino también para el espectador, y la única manera de que resulte creíble y veraz es que éste se produzca una vez que hayamos habitado la obra durante el suficiente tiempo como para que la exposición de lo íntimo no resulte falseada, trucada, forzada a mostrarse, en vez de captada tras una larga y paciente espera.

Feng ai está plagada de momentos que ejemplifican lo expuesto, y quien haya visto Tiexi qu difícilmente habrá olvidado que tras seis o siete horas de película -la cinta supera las nueve-, Wang Bing nos regala el instante en el que aquel muchacho que vive entre ruinas y miseria nos muestra, entre lágrimas, la imagen de cómo era antes su familia: la foto de una familia sonriente de clase media en una tarde soleada se superpone a la última hora o más de metraje donde hemos asistido a la absoluta miseria en la que viven padre e hijo, entre los escombros de las casas para obreros de aquel gigantesco complejo industrial estatal -el mayor de China- que se viene abajo. El shock para el espectador es formidable no por lo que supone, o no sólo por lo que supone, si no por cómo se produce, por cómo Wang Bing ha sabido esperarlo.

Si el tiempo es una de las características del cine de Wang Bing, la otra es la distancia. Sus documentales no son documentales de entrevistas o declaraciones, tampoco de comentarios o de voces en off. Como en Wiseman, la presencia de la cámara es invisible -sin que se haya rodado con cámara oculta- lo que hace suponer que previamente ha habido un importante tiempo de convivencia del cineasta en ese espacio y con esas personas para que podamos haber llegado a ese instante en el que nadie presta ya atención a la cámara ni prácticamente la mira (creemos pensar también que, en la medida de lo posible, sus comportamientos tampoco están demasiado condicionados por una cámara que rechaza el espectáculo, el morbo, la pornografía sentimental), como si ésta no estuviera ya allí. El punto de equilibrio que mantiene a flote este delicado mecanismo, que nunca cae en el voyeurismo sensacionalista, es la distancia de Wang Bing -y, por supuesto, la posterior edición del material en bruto- respecto a lo que filma, haciéndonos habitar ese espacio sin regalar al espectador ávido de carnaza ni un solo bocado de telerrealidad. Hay realmente que asistir estupefacto al visionado de Feng ai para admirar el genio de Wang Bing, y ver cómo, sobre la marcha, decide acercarse con su cámara o quedarse alejado de algo que está empezando a ocurrir; también su enorme intuición para seguir una pista, esperando que de tal o cual hecho banal puede nacer una escena formidable (cfr. el psicótico que se pone a cazar insectos imaginarios en la pared).

Feng ai, por el momento su última obra, continúa con los metrajes largos -cerca de cuatro horas-, pero aún lejos de las nueve de Tiexi qu y de las cerca de quince de Caiyou riji (2008), y prosigue, como la anterior San zimei (2012), en la línea de los grandes trabajos del cineasta, una vez superado el pequeño bajón de Wu ming zhe (2010) y Jiabiangou (2010).

Para Feng ai, Wang Bing se ha introducido en un manicomio chino, donde conviven, compartiendo habitaciones, gentes de todo tipo y condición: enfermos, discapacitados, criminales, ancianos, etc. Personas enviadas allí por la policía, los tribunales o sus familias, por razones y motivos variados, algunos poco o nada relacionados con un verdadero, grave y peligroso desorden mental. Rara es la persona que lleva allí semanas o meses, y son habituales los casos de pacientes que llevan diez, quince o veinte años internados. El centro, o la parte por donde a Wang Bing le han permitido pasear su cámara, es un rectángulo, recorrido por un largo pasillo, situado en un segundo o tercer piso, con las habitaciones a un lado y una verja a otro que da a un patio interior; también existe un espacio común, algo más grande, donde hay una televisión. Las habitaciones son contenedores de cemento, practicamente vacíos, con puertas de metal, que sólo albergan cuatro o cinco camas y las escupideras; es habitual que los pacientes hagan sus necesidades dentro de la habitación o en el suelo del pasillo central. No se ve que exista medio alguno de calefacción -y se intuye, por las imágenes, que el frío es considerable-, y de higiene sólo se ve una pila al aire libre en el mencionado pasillo. Los pacientes duermen cinco o seis por habitación, a veces dos en una cama; en aquel espacio, la presencia de doctores y/o enfermeras es infrecuente o puramente testimonial. A pesar de las citadas condiciones, no se trata de un centro gratuito, sino de una institución que tienen que pagar las familias de los enfermos, la mayoría de las veces con un importante esfuerzo económico.

Con los mimbres citados, y quien no conozca a Wang Bing, puede esperarse, y con razón, lo peor de Feng ai, pero es precisamente un tema como éste y un espacio como éste lo que le sirve para filmar un inolvidable documental sobre la supervivencia del ser humano -también de la humanidad- en un entorno, paradójicamente, inhumano. Feng ai no es tanto una mostración -y en última instancia una justificada denuncia- de la institución [cómo sí lo era Titicut follies (Frederick Wiseman, 1967)], sino un retrato de la locura y de la persistencia de la humanidad -a ratos, incluso de la lucidez- aún en aquella y, especialmente, sobre aquella [un poco al modo, salvando las distancias, de San Clemente (Raymond Depardon & Sophie Ristelhueber, 1990)].

Los momentos de ternura entre los propios pacientes, la desesperación de los enfermos y su rabia contra los familiares que allí los han ingresado, el invisible equilibrio -suponemos que sostenido por una fuerte medicación- que permite la convivencia entre seres tan dispares e inestables, la pérdida de cualquier amago de intimidad (empezando por la cámara del propio Wang Bing y terminando por la aglomeración de internos que se reúne siempre alrededor de cualquier hecho novedoso; y la visita de un familiar siempre lo es), los arrebatos de desesperación que toman las formas más variadas, etc., son los verdaderos pilares sobre los que se sostiene una obra capital que vuelve a atesorar varios de esos instantes robados que valen por toda la carrera de muchos pegaplanos que se llaman a sí mismos cineastas.

Cuando llevamos tres horas de película encerrados entre cuatro paredes y un pasillo, un personaje recibe un permiso de diez días para salir del centro y volver con sus padres. El personaje, la cámara y los espectadores salimos por fin al exterior en unos planos que tienen algo de milagroso: el sentimiento de libertad, tras ciento ochenta minutos, es real; el mundo exterior, su luz, sus ruidos y colores parecen nuevos, como recién descubiertos, tras años de ceguera. El personaje vuelve a una chabola, y con él, pasamos tan sólo diez minutos de metraje fuera del manicomio, pero nos parecen suficientes para recordarnos que el mundo sigue ahí, no ha desaparecido como nuestro encierro nos había podido hacer creer. La vuelta a la locura, con el mismo personaje andando solo, esta vez de noche, por una solitaria carretera iluminada por unas luces rojas, con la cámara de Wang Bing siguiéndolo de espaldas, a cierta distancia, es desoladora: vuelta al círculo, la figura geométrica favorita de los manicomios, que nos recuerda la frenética carrera circular -aquí hay otra similar- de João de Deus por el patio del Hospital Miguel Bombarda en Recordações da casa amarela (João César Monteiro, 1989).

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