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Andalucía en peligro

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Antonio Manuel Rodríguez

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En 1974, Carlos Castilla del Pino publicó un artículo denominado “Andalucía no existe”. En él, afirmaba que “Andalucía tendrá que hacer sus reivindicaciones económicas, administrativas y educacionales” pero que ello no sería por causa ni el origen de una conciencia de pueblo “que la diferencie y la autoidentifique”. Justo al año siguiente, Enrique Tierno Galván publicó su conocido ¿Qué es ser agnóstico? en el que utilizaba como lógica argumental que un ateo necesita un concepto de Dios para negarlo. Entonces entendí a Castilla del Pino. Negaba una concreta noción de Andalucía. Y al hacerlo, afirmaba su existencia. Justo lo que vuelve a pasar ahora.

Los contextos sociopolíticos de la aquella transición, como la de la segunda república, se parecen demasiado. En la segunda república, el gobierno provisional no fue capaz de derribar los pilares que sostenían y sostienen el nacionalcatolicismo español, a pesar de los incuestionables avances que se consiguieron para parecer un Estado moderno. Pero lo cierto es que el miedo a una reacción de las oligarquías del poder tradicional, condicionó en exceso la prudencia y la moderación en muchas de las medidas que se requerían. De ahí los pronunciamientos unilaterales de Catalunya ante la insuficiencia de un modelo territorial que temía denominarse “Federal” huyendo de los ecos de la primera república. O incluso la candidatura del Frente Popular para dar voz a cuántas personas creyeron que el régimen constitucional republicano traerá consigo un verdadero cambio de paradigma, más allá del simple modelo de gobierno. Todo terminó con un golpe de Estado, el genocidio franquista y el miedo clavado en el ADN de quienes nos gobernarían en la transición.

Tras la muerte del dictador, unas oligarquías de poder (económico, religioso y territorial) prediseñaron el nuevo modelo de Estado, con notables avances que nadie puede ni debe cuestionar, pero sin tocar en esencia los pilares del nacionalcatolicismo representados en el escudo de España: “Cruz, Corona y Reinos”. La Cruz se garantizó conservando los privilegios de la Iglesia bajo un Estado confesional encubierto y los acuerdos con el Vaticano; la Corona, manteniendo el heredero elegido por el dictador; y la configuración territorial del Estado, sentando a Cataluña y Euskadi en la mesa de los “padres de la Patria”. La necesidad de paz social y el ansia de democracia eran suficientes motivos para que fueran pocos y marginales quienes cuestionaran el futuro modelo constitucional. Pero nadie podía prever que fuera Andalucía quien lo hiciera añicos generando una auténtica cuestión de Estado con las manifestaciones millonarias del 4 de diciembre de 1977 y el asesinato de Manuel José García Caparrós. Andalucía exigió su derecho a decidir para ser como las que más en el Estado. Y forzó la inclusión del infame 151 que sólo el pueblo andaluz ejerció para alcanzar su autonomía plena.

Hoy vuelven a reproducirse los mismos esquemas, pero de manera más sibilina: la Iglesia católica se ha visto reforzada con el mayor empoderamiento patrimonial de su historia, y hemos pasado de tener dos reyes a cuatro sin consultar a la ciudadanía. Sólo queda por resolver la nueva configuración territorial del Estado, cada vez más compleja debido a la tensión generada en Catalunya. Dejemos claro que en España coexisten hasta cinco modelos superpuestos a la vez: el Estado de la Diputaciones, de los Fueros (derechos civiles propios), de las Diputaciones Forales (haciendas propias), Nacionalidades Históricas (Catalunya, Euskadi, Galicia y Andalucía), más el resto de Comunidades Autónomas. La solución más sensata y posible pasaría por concretarlo en un modelo federal donde los distintos sujetos políticos tengan clara la distribución de sus competencias y la financiación para acometerlas. Andalucía sería uno de ellos por derecho propio. Y es aquí donde comienzan los peligros.

El discurso empleado por Susana Díaz para desbancar a Pedro Sánchez pasaba, entre otros argumentos, por la defensa de la “unidad de España”. En verdad, de su homogeneidad. Apenas existían diferencias con el Partido Popular al que permitió gobernar. Después de la debacle de las primarias, entre otras razones debido a ese discurso derechizante y españolista, arremetió con dureza contra el mismo Pedro Sánchez cuando omitió Andalucía en la lista de nacionalidades históricas. Y, poco después, volvió a desmarcarse de la dirección “federal” de su partido en relación a Catalunya, demostrando que el PSOE andaluz es el mejor aliado del discurso reaccionario del PP y Ciudadanos.

La conducta cuántica de Susana Díaz confirma la hipótesis de Castilla del Pino. Andalucía no existe cuando hay que defender la “unidad de España”, aunque me tenga que poner de parte de mis enemigos políticos externos. Pero Andalucía existe si puede resultar agraviada en un nuevo diseño del Estado, aunque me tenga que poner en contra de mis compañeros de partido. Susana Díaz pidió a Pedro Sánchez que no le obligara a elegir entre sus dos lealtades: Andalucía y el PSOE. Pero no dijo por cuál se decantaría.

Ése es el verdadero problema. La falsa identificación de Andalucía con la Junta, producto casi inevitable de estos 40 años de gobierno. O de la crisis territorial con un fracaso del modelo autonómico. A pesar de las apariencias, ninguna de las dos ecuaciones son ciertas. En los años más duros de la crisis económica, fueron precisamente las autonomías las que soportaron el coste más elevado por asumir las competencias de empleo, salud, educación o vivienda. Mientras las diputaciones provinciales cerraban sus ejercicios con superávits y el gobierno central salvaba a los bancos con nuestro dinero que jamás recuperaremos, las autonomías intentaban salvar a las personas endeudándose hasta lo imposible.

De ahí que sea urgente y necesario un cambio de modelo territorial que termine con este solapamiento de Estados dentro del Estado. Y es en este contexto donde Andalucía corre el peligro de perder la posición política que alcanzó por derecho propio. Por la sencilla razón de que parece no existir en la tensión mediática España versus Catalunya. Hasta el punto de que hoy es más probable que millones de andaluces se lancen a la calle para defender la “unidad de España” frente a la independencia catalana, que para defendernos a nosotros mismos ante una posible reforma constitucional. Porque la aspiración de muchos andaluces es ser un facha pobre antes que creer en una reivindicación social que vertebre al pueblo andaluz. Equivocadamente, creen que la culpa de su situación es de la autonomías (y  no de quienes la gestionaron) y esperan la salvación del gobierno central (corrupto hasta la tuétanos) porque levanta la misma bandera que sus ídolos deportivos.

Llegará octubre. Noviembre. Diciembre... Y Catalunya seguirá ahí. Pero también Andalucía. Y millones de andaluzas y andaluces que sí queremos volver a ser lo que fuimos porque nunca hemos dejado de serlo. Porque Andalucía existe, especialmente para quienes inútilmente se esfuerzan en negarla. Ése es el peligro.

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