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Todos somos hijos

Antonio Manuel Rodríguez

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Entre mi padre y mis hijos existo yo. Un yo como otro cualquiera, capaz de lo más sublime y de lo más miserable. Un yo normal. Mediocre. Justo lo que no debe ser un padre. Ante los ojos de sus hijos, un padre no puede equivocarse. Jamás. Sus errores parecerán crímenes de guerra. Y la vida lo castigará hasta la muerte con la presunción de culpabilidad. Mientras la memoria no lo indulte con el olvido.

Imagino que conocen el argumento de Matar un ruiseñor, la novela de Harper Lee. En un pueblo sureño de los Estados Unidos, en plena depresión económica, una mujer blanca acusa a un hombre negro de violación. No hay más prueba que el color de su piel. Suficiente para los ojos de la muchedumbre. A nadie interesa y a nadie conviene indagar más allá de la epidermis. Salvo contadas excepciones, la justicia no consiste en desvelar la verdad sino en enterrarla. Sólo un iluso o un desesperado se atrevería a defenderlo. Ante el asombro de sus vecinos, Atticus Finch, quizá el hombre más admirado de la localidad, se ofrece como abogado. Su prestigio cae en picado. La gente lo repele como si se hubiera duchado con matarratas. Llega a dar asco. Al poder político y económico, en especial. Pero a medida que crece el rechazo popular, aumenta la admiración de sus dos hijos, huérfanos de madre.

En su versión cinematográfica, el director coloca la cámara a la altura de los ojos de uno de los hijos del protagonista. El padre parece enorme. Todos parecen enormes. El espectador adulto contempla la miseria humana a través de ellos. Se reconoce dentro como en un espejo. Y se asusta al pensar que esos niños también están condenados a crecer. Que la realidad terminará enfermando sus miradas. Llega un momento al final de la película, como al final de nuestras vidas, que la cámara asciende hasta colocarse a la altura de los ojos de Atticus Fich, el defensor del condenado negro, su padre. En ese momento, el espectador comprende por delegación que la condena a muerte no es un juego de niños. Admira al abogado. Como padre. Y como hombre.

La vida está mal hecha porque los juicios duran mucho y los veredictos llegan tarde. Hace tiempo que viví este travelling vertical. Que fui consciente de mi cualidad de espectador en la vida de mi padre, como hijo y como hombre. Que le pude mirar a los ojos, frente a frente, y darme cuenta que bajo su sombra habitaba un hombre imperfecto, al que admiro y quiero por imperfecto. Ahora soy yo quien ocupa su lugar. Ahora me toca representar el papel de ser ejemplo de lo que no soy, de parecer lo que no quiero. Ahora soy yo el padre de mis hijos. Ahora soy yo quien no puede equivocarse. Pero seguro que lo haré. Mil veces. Y cada vez que lo haga mis hijos me condenarán por reincidente al más duro de los prejuicios, sin excusas ni defensa, aunque el amor me estalle las costuras del alma. Sólo pido al director de la película de sus vidas, al destino, a quien sea, que cuando el objetivo de la cámara se eleve por encima de mis ojos, ellos piensen lo mismo que yo pienso ahora. Que no me tomen injustamente por culpable como al acusado negro. Que me descubran desnudo. Débil. Humano. Que entiendan el oficio de ser hombre. Que me perdonen. Y que me quieran la mitad de lo que yo les he querido. Entonces podré morir en paz y satisfecho. Porque les enseñé la única lección que merece la pena aprender en esta vida: asumir que todos somos hijos para amar incondicionalmente como nuestros padres nos amaron.

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