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La bandera de mi padre y de mi hijo

Antonio Manuel Rodríguez

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Mi patria es mi padre. Como la suya fue mi abuelo. Y yo aspiro a ser la de mis hijos. Mi padre heredó el oficio de latonero de mi abuelo, que a su vez lo aprendió de mi bisabuelo. Desgraciadamente, la cadena se rompió conmigo y con mis hermanos. Mi padre trabaja el latón con la delicadeza de un soplador de vidrio y el perfeccionismo de un tallador de diamantes. Andalusí sin saberlo de los pies a la cabeza, su refinamiento congénito es como un virus que afecta a todo lo que toca. Desde las filigranas que rematan los canales del tejado a las asas del último escalón del pozo. Impecables aunque nadie pueda verlas.

Mi padre es tan patriota y conservador que mantiene intacta la caja de las herramientas de mi bisabuelo, fusilado por los fascistas pocos días después del golpe de Estado. Un chivatazo bastó como prueba y sentencia de muerte: había vendido latón a los republicanos. Cada vez que viene a casa para arreglar algún desperfecto, mi padre olvida premeditadamente alguna herramienta oxidada: tijeras que no cortan, tenazas que no aprietan, alicates que no muerden… La más simbólica de todas, una peseta republicana. Cuando la encontré en el lecho de la caja y pregunté a mi padre por ella, me dijo que jamás la había visto, que desconocía su existencia. Imposible. Aquella peseta era un retal de la bandera de su patria. De mi bisabuelo. De su padre que la custodió en secreto durante la guerra y la dictadura, llevándola a la mismísima casa de los señoritos en señal de venganza y rebeldía. Jugándose la vida. Por su patria.

Mi patria son mis hijos. Como yo lo soy de mi padre. Y él de mi abuelo. Mi padre es católico y de derechas. No tenía más opción. Creció bajo los postulados del franquismo y del silencio proteccionista de sus padres sobre las desgracias familiares durante la guerra. A pesar de ello, su actitud vital siempre fue libre e íntegra como un venero de agua limpia. Eso lo convertía en la persona más envidiada por los que sobreviven jorobando el espinazo del alma. A mi padre le ocurre justo lo contrario: camina erecto por dentro y no ha dejado de trabajar por fuera. Tampoco se ha casado con nadie salvo con mi madre, mi matria de sangre. Hace poco me pidió asustada que abandonase mi lucha por la Mezquita de Córdoba. Un miedo ancestral le rezumaba por los ojos. Para ella siempre seré su hijo y no puede evitar que su instinto la empuje a abrazarme y protegerme cuando presiente peligro. Teme a la Iglesia. A la misma que mi padre acude para rezar. Y yo le respondo que no tema. Que yo creo en Jesús. El de los tobillos sucios. El mismo que arrojó a los fariseos del templo. El mismo a quien mató el pueblo en legítima decisión democrática por proclamar la verdad y actuar en conciencia.

Mi otra matria es Andalucía. La memoria colectiva a la que libre y conscientemente me adscribo y pertenezco. Allá donde me encuentre, seré un pedazo de su paisaje humano. Los andaluces hemos sobrevivido olvidando. Por eso es tan peligroso y revolucionario quien intenta recobrar nuestra memoria. La arbonaida ondea en casa de mi padre. Fabricó un mástil para ella y la izó a lo más alto para que todo el mundo la viera. No es su bandera política. Lo sé. Y eso lo hace infinitamente más grande. Es la bandera de su patria: la de uno de sus hijos. Precisamente, el que conserva la moneda republicana del padre de su padre.

Mi patria no son mis raíces. Como dice Amin Maalouf, las raíces tienen al árbol cautivo desde que nace y lo nutren a cambio de un chantaje: ¡Si te liberas, mueres! Nosotros nacemos libres. Por eso tenemos piernas en lugar de raíces. Y por eso los andaluces somos universales porque estamos hechos de raíces y alas, como decía Juan Ramón. Mi patria está mis zapatos. Ayer mi hijo consiguió un premio en un concurso de fotografía. La imagen debía tomarse en su pueblo y contener los colores verde y blanco. Él se la hizo a la bandera de su abuelo. Que era la bandera de su padre. Y que ahora también es la suya.

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