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Los perros también lloran

Antonio Manuel Rodríguez

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No sé donde ocurrió. Ni cuando. Tampoco importa. Un hombre maltrataba a su perro sencillamente por ser suyo. A patadas. A palos. En el patio de su casa. En la calle. Diariamente. Hasta casi matarlo. Un veterinario acudió a la policía para denunciar los hechos. Tomaron declaración al agresor. Pero fue el veterinario quien terminó respondiendo ante la justicia por atentar contra la reputación del dueño del perro. Lo acusó de injurias y el juez admitió la demanda. Jurídicamente hablando, vale más el derecho al honor de una persona que maltrata a un animal, que la vida de un animal maltratado. Porque sólo las personas, y no los animales, pueden ser titulares de derechos. Terroristas, pirómanos, pederastas, violadores y asesinos, incluidos. Y está bien que así sea siempre que no se atente contra la moral, la justicia y el sentido común. Como en el disparatado indulto del pederasta en Marruecos. Los vecinos testificaron a favor del único animal en esta historia: el dueño. Es una buena persona, dijeron. Y el perro no es más que un perro. Una bestia. No nos dejaba dormir. Desconozco cómo acabó el asunto. Pero si sé cómo acabó el perro: muerto. Y la moral, la justicia y el sentido común, también.

El perro fue víctima de su dueño, y el veterinario de un sistema que toma al ser humano como paradigma superior de todas las cosas. Como el único dios en la tierra al que todo se somete y subordina. Menuda estupidez. El humanismo no es atributo necesario del ser humano como tampoco lo es el machismo del hombre. Sobran bestias de dos patas y faltan feministas con testículos. ¿Acaso no ha demostrado ya sobradamente el ser humano el grado de bestialización al que puede llegar? Yo no creo en este sistema corporativista que defiende al hombre por el mero hecho de serlo. Y ahora menos que nunca. Porque el hombre se ha deshumanizado. Las distancias se han deshumanizado. El tiempo. La conciencia. Los hechos. Y las leyes que los juzgan. No me tomen por apocalíptico. Todo lo contrario. Creo tanto en el ser humano que no entiendo cómo puede acabar siendo la víctima de un sistema que lo defiende a ciegas. Yo cuestiono este sistema y no por ello soy menos humano. Quizá el veterinario fue declarado inocente. Y el dueño sentenciado a pagar una multa. Pero antes de que eso ocurriera, el sistema ya había condenado al veterinario a sentarse en un banquillo sin ser el verdadero delincuente. Condenado a escuchar cómo se le acusa de una locura por el único culpable del único delito cometido. Y para colmo, condenado a soportar la carga de la prueba. A demostrar su inocencia. En un Estado que proclama constitucionalmente justo lo contrario.

Goethe dijo que el ojo había sido el órgano con el que intentó comprender el mundo. No sé que diría hoy. El hombre postmoderno ha fabricado otros ojos para verse a sí mismo distorsionado, boca abajo, como si habitara en una inmensa cámara oscura. El veterinario vio que un hombre maltrataba a un perro. Y lo denunció. Cumplió con su deber y con su conciencia. Pero la ley vio como un hombre que maltrataba a un perro acusaba a otro de atentar contra su honor. Y escogió defender al hombre antes que al perro. Me temo que el veterinario no volverá a denunciar jamás un hecho similar ante la justicia. Y ahora entiendo por qué tanta gente padece de ceguera sobrevenida.

Sin embargo, yo me alisto con los muchos que ven las lágrimas del perro, escuchan sus aullidos de dolor, y asumen las consecuencias perversas de este sistema maquiavélico que castiga al que lo defiende. No se trata de desobediencia civil, sino de heroísmo cívico por reclamar simplemente que se cumplan las leyes que nos protegen. Hablo de los que se señalan por ti y se atreven a denunciar a los que aparcan mal en tu plaza; a los que se mean en tu acera y no recogen la basura del botellón; a los que suben el volumen a las tantas de las madrugada bajo la ventana donde duermen tus hijos; a los que contaminan tu aire con humos cancerígenos... Ciudadanos a los que les duele infinitamente más que la burocracia servil, la respuesta del cargo público de turno encogiéndose de hombros: es que los que callan son mayoría. Exactamente el mismo argumento que blandió Rajoy ante las movilizaciones sociales.

Hay silencios atronadores. Y silencios. Aprovechando el verano y las encuestas de población activa, la Ministra de Trabajo nos ha vuelto a tratar como perros apaleados. Ha vuelto a cambiar las reglas del juego y, entre otros ataques a los derechos de los trabajadores, ha convertido los contratos indefinidos en piezas de museo. En su momento, yo quemé en las puertas de la Moncloa el BOE que contenía la reforma laboral. Sin embargo, hoy me siento como el veterinario inocente. Sólo tengo fuerza y ánimo para no guardar silencio. Y la esperanza de que resulte atronador en tu conciencia.

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