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La grieta

Aficionados cordobesistas en El Arcángel | ÁLVARO CARMONA

Paco Merino

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Esto ya lo hemos visto. El cordobesismo ha vivido épocas de indignación con la marcha de su equipo por no cumplir las expectativas creadas o los objetivos marcados. Porque en el fútbol lo prometido no es deuda. Ya hubo directivas señaladas con el dedo -en sus más variadas formas- y convertidas a la fuerza en protagonistas de cánticos hirientes con invitaciones más o menos groseras a irse de aquí. Lo de entrenadores en el disparadero, con ultimátums explícitos o sobreentendidos, es un clásico de la casa. Como las reclamaciones -gritos al aire, no se puede hacer más- a los directores deportivos que no trajeron lo que parecía necesitar el equipo así en verano como en invierno. De rachas negativas, el Córdoba tiene varios másters. Y qué vamos a contar de esos futbolistas sorprendidos en situaciones indecorosas, levantando copas o dejando su sello en ferias y saraos. Todo esto lo hemos visto ya. De Cárdenas a González pasando por Salinas o Campanero. De Quini a Bijimine pasando por López Silva, Xisco, Nabil Ghilas o Jean Paul Pineda. De Zubillaga a Emilio Vega. Hubo de todo. Pero seguramente no todo junto.

La afición del Córdoba tiende al tremendismo. Es excesiva y pasional, especialmente cuando tiene miedo. Miedo a perder la posibilidad de ser alguien relevante, de convertirse en un buen equipo de Segunda División que pueda pelear, con argumentos, por subir a Primera. Y si no lo hace un año, pues intentarlo al siguiente sin perder el rango. No parece mucho pedir. En 45 años solamente ha visto un año en la elite y terminó descendiendo como colista. Cuando se vende al mejor postor a la estrella del equipo nadie se pone a llorar. Se entiende que es lo que procede. Que haya un buen traspaso significa que se pudo disfrutar durante un tiempo de un más que decente futbolista. Luego, cuando vuelve a El Arcángel como adversario, le ovacionan y le sacan pancartas que ponen “eterno” y esas cosas. Así somos. De vez en cuando sale un talento de la cantera, un chaval de algún barrio de Córdoba o de un pueblo perdido de la sierra, y todo el mundo se identifica con su aventura, se ilusiona, le idolatra y le perdona todo. Si al chico le va bien, el club lo venderá. Si se estanca, será derribado del pedestal por los mismos que lo subieron a él y sustituido por otro. Así somos. No muy diferentes a otros aficionados de otros clubes que no son ninguno de los que tienen su razón de ser en el negocio de la victoria sí o sí.

Cuando Alejandro González, el nuevo presidente, dijo aquello de que “cada año en Segunda es un fracaso para el Córdoba”, el personal puso un gesto raro. Un fracaso es otra cosa. Un fracaso es el desapego sentimental, la brecha que se ha abierto -más que nunca- entre los que dirigen el club y los que lo sienten como una parte de sus vidas, una adicción o una devoción, una tradición familiar o un rito que les hace sentirse parte de una comunidad absolutamente democrática. Unos hablan de negocio y otros de sentimiento. La empresa y los clientes por un lado, el equipo y su hinchada por otro. Los dividendos y los recuerdos. El balance positivo y el gol metido con el culo en el último minuto de un partido. Los comunicados oficiales y el cántico desgarrado del himno bajo la lluvia en un estadio a mil kilómetros del tuyo. Los señores con chaqueta y el chaval con el escudo tatuado en el pecho. Dos mundos. “Es tiempo de unión”, dicen. Pero las piezas no encajan.

Vemos al Jaén, al Recreativo, al Xerez... y hay miedo. Aseguran algunos que el buen cordobesista es el que se dedica a aplaudir todo, a callarse lo que entiende que está mal por el bien del equipo y a asumir las consignas oficiales como propias. La afición patrocinada es el último bastión que quiere conquistar la maquinaria del fútbol moderno, que multa a los clubes por no conseguir que las zonas a las que apuntan las cámaras de televisión tengan el aforo completo. Igual algún día exigen que ese público sea de una determinada edad, o que vayan vestidos con las camisetas -oficiales, por supuesto- o que haya un cincuenta por ciento de mujeres o que estén representadas todas las orientaciones sexuales o quién sabe qué pueden inventar los gurús del marketing.

Las rebeliones populares no salen en los manuales de la LFP. Este domingo se prepara una en El Arcángel. Gente de las peñas, de los grupos de animación, accionistas minoritarios... Quieren otro Córdoba. Critican la gestión de un propietario, Carlos González, bajo cuyo mandato el club ha logrado los mejores resultados deportivos de las últimas décadas y ha hecho traspasos récord. Le piden que se vaya, que venda acciones o que invierta parte de las ganancias en reforzar a un equipo que desde su descenso de Primera División ha ido descapitalizándose. El modelo de negocio se está resquebrajando por la parte deportiva. Las grietas están crujiendo. La concentración no es más que un grito de auxilio porque todo el mundo sabe sobre quiénes caerán los cascotes si el Córdoba se derrumba. Sobre los mismos que tendrán que reconstruirlo.

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