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Sobre el pensamiento crítico

Elena Pérez Nadales

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“¿Tú verdad? No, la verdad; y ven conmigo a buscarla. La tuya guárdatela”

Antonio Machado

Paseaba ayer domingo con mi hijo y su papá cuando recibí un WhatsApp de Manuel J. Albert, conocido periodista de Cordópolis y de El País y autor de La Estafa: “Échale un ojo a la entrevista de Córdopolis de hoy que creo que te puede interesar un poquillo.  Besillo”. 

Tenía razón Albert. Me ha interesado su entrevista un poquillo. El entrevistado, Luis Alfonso Gámez, periodista del diario El Correo de Bilbao,  cubre la información de ciencia desde hace años y es autor del Magonia, un blog de denuncia de la llamada pseudociencia.

Está en Córdoba esta semana porque participa como ponente en el curso La ciencia de las pseudociencias, que organiza la Universidad de Córdoba (UCO). Bajo el encabezado de “pseudociencias cotidianas”, el programa del curso de extensión universitaria va a tratar temas como la homeopatía, la acupuntura, la vida extraterrestre o la astrología y “pretende aportar al alumnado, mediante el método científico, las herramientas intelectuales imprescindibles para afianzar el pensamiento personal crítico y racional ante las afirmaciones de las pseudociencias y las creencias irracionales”.

Método científico y pensamiento crítico. Dos conceptos interesantes.

No soy experta en la filosofía ni en la historia del método científico pero puedo hablar desde mi experiencia. En el laboratorio planteamos una hipótesis en base a una observación o a la revisión de un postulado previo y a continuación hacemos uso de los medios técnicos, tecnológicos e intelectuales de que disponemos para tratar de demostrar o refutar esa hipótesis.  Según el resultado de ese ejercicio, aceptamos la hipótesis original, la rechazamos o la reformulamos, lo que en última instancia nos da la opción, únicamente, de plantear una nueva hipótesis de trabajo.

El pensamiento crítico es a mi entender parte fundamental del método científico y una de las cualidades más valiosas y deseables a las que puede aspirar un científico. Impulsa revoluciones científicas y cambios de paradigmas y puede, por qué no, llegar a cuestionar el método científico establecido a la luz de las nuevas tecnologías y/o el avance del pensamiento filosófico. Sin él,  la ciencia sería algo demasiado predecible y tremendamente aburrido. 

Leyendo la entrevista de Cordópolis, coincido plenamente con Luis Alfonso Gámez en que hay que llamar al periodista o al divulgador científico a la reflexión ética acerca de qué y cómo se difunde el conocimiento científico, a cerciorarse de que sus fuentes de información son fiables y no buscar únicamente el sensacionalismo, al pensamiento crítico.

Por ello me chocan luego tanto algunas de las afirmaciones que hace Gámez en la entrevista. Me refiero al ejemplo concreto de los grupos antivacunas a los que hace referencia el entrevistado, me llama la atención sobremanera su afirmación “(los periodistas) debemos de recurrir a fuentes fiables. Y que no ocurra que un día aparezca en una televisión pública un padre que diga que no vacuna a sus hijos porque cree -¡cree! es que es alucinante- que las vacunas no sirven para nada. La validez de las vacunas no es opinable.”

Menuda frase esta última para alguien que promulga el pensamiento crítico. Y menudo insulto para muchos de los padres que dudamos acerca de la necesidad de ciertas vacunas, sobre todo en un contexto en que el pediatra de tu hijo te aconseja vacunarlo contra ciertas gastroenteritis ocasionadas por el rotavirus y luego te informa de que la vacuna en cuestión no la cubre la Seguridad Social y que consiste en tres dosis orales que cuestan unos 70 euros cada una y que se compran en la farmacia de forma voluntaria.

Pero no se refiere Gámez a la polémica sobre esta vacuna del rotavirus sino a la suscitada en torno a la vacuna triple vírica -contra el sarampión, la rubéola y las paperas-. En 1998,  la revista The Lancet  publicó un artículo dirigido por el británico Andrew Wakefield en el cual se establecía una conexión entre la administración de esa vacuna y el desarrollo de autismo en doce casos infantiles.  La noticia causó gran alarma social.

La hipótesis de la relación causal entre la triple vírica y el autismo no ha podido ser demostrada  por numerosos estudios científicos posteriores. Ante la falta de resultados que pudieran corroborarla  y la denuncia en 2010 de que Wakefield se había dejado llevar por intereses económicos personales, varios de los coautores del artículo se retractaron del mismo y Wakefield fue finalmente destituido de su cargo de médico a la vez que The Lancet eliminaba el controvertido artículo de sus archivos.

A modo de resumen para quien pueda estar interesado, la conexión entre vacunas y autismo se apoya en dos teorías. Por un lado, se atribuye a la fracción contra el sarampión de la vacuna el desarrollo de una patología que facilitaría la absorción de neuropéptidos tóxicos en el cerebro que favorecería la aparición del autismo. La segunda teoría responsabiliza al timerosal (una combinación de etilmercurio y tiosalicilato) utilizado como conservante en algunas vacunas para evitar el deterioro de las mismas.

El principal argumento en contra, estoy de acuerdo con Gámez, es la contundente réplica, basada en trabajos experimentales y epidemiológicos, que se ha generado tras la disparada alarma social.

Pero de ahí a defender que la validez de las vacunas no es algo opinable hay un trecho. Y más cuando estamos hablando de un tema tan sensible. El periodista debe revisar las fuentes, claro que sí, y también informar desde el respeto máximo al receptor de la noticia.

No me gusta la idea de que alguien se sitúe de forma tan categórica en la defensa de postulados que eleva a la categoría de verdades absolutas inamovibles o incuestionables, amparándose en la aceptación de las mismas por la gran mayoría de la comunidad científica.

Esto va en contra el carácter mismo de la ciencia que no pretende ser ni absoluta, ni autoritaria, ni dogmática. Todas las hipótesis, teorías, todo el conocimiento científico está sujeto a revisión, a estudio y a modificación. El conocimiento representa las hipótesis científicas respaldadas por observaciones y experimentos que están necesariamente condicionados por las limitaciones de los métodos científicos de que disponemos en un momento dado de nuestra historia.

En fin, tendría que informarme algo más para poder opinar sobre el debate acerca del carácter pseudocientífico de la acupuntura o la astrología (o pasarme por el curso de la UCO esta semana) pero son las 1 de la mañana y estoy cansada.

Si bien me declaro detractora manifiesta de personajes con poca o ninguna formación médica o científica y que  utilizan palabrejos del tipo “medicina ortomolecular” y cosas parecidas para dar respaldo empresas sin base científica contrastada, no lo tengo a priori tan claro con una tradición milenaria como la acupuntura que tiene sus raíces en la medicina tradicional china.

Quizá el problema está de nuevo en querer elevar, esta vez el método científico occidental, a la categoría de verdad absoluta. ¿Por qué no cabe plantear que las herramientas y el abordaje del método científico occidental quizá no son las más adecuadas para contrastar la validez de la acupuntura y otras técnicas médicas no convencionales en occidente?

¿Acaso no está el propio rigor científico condicionado por nuestras limitaciones tecnológicas y ético-filosóficas? No pienso que necesitemos “científicos que desmonten el esoterismo” como reza el titular de la entrevista de Manuel J. Albert a Luis Alfonso Gámez. Sinceramente, es algo que me parece irrelevante.

Lo que sí pienso es que necesitamos más dinero para hacer ciencia, más dinero para atraer a la ciencia a científicos y científicas capaces de cuestionar incluso los pilares del aclamado rigor científico desde el pensamiento crítico, sin miedos ni prejuicios. Y luego, claro está, habrá que demostrarlo todo.

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A mi padre que cada dos por tres me recitaba y me sigue recitando aquella frase de Machado.

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