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Helicópteros

Juan José Fernández Palomo

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Qué gracioso es que yo pensara en helicópteros de pequeño cuando le pedí a la república familiar de los reyes magos que me trajesen uno de los madelman y su piloto.

En su bendito delirio, los reyes magos de andar por casa acabaron dejando junto al árbol de Navidad un helicóptero de los madelman y un muñeco geyperman. Un error –o no-.

El geyperman –más grande- no cabía en la cabina del helicóptero de los madelman y tuve que inventarme otro tipo de aventuras: que si el helicóptero era una nave espacial no tripulada y el geyperman era el último hombre en la Tierra, que si el penúltimo hombre en el planeta lanzaba una sonda interestelar y acaba chocando contra el cielo raso de mi habitación de piso de barrio… En fin.

Soy un niño de ciudad al que le dan miedo los coleópteros y, en general, todos los bichos con alas que se mueven. Sin embargo, las alas que se mueven en hélice (helicópteros), como invento humano me fascinan.

Hay una persistente iconografía de helicópteros que me explican cosas –y también me las interrogan-: Apocalysis Now y Wagner, un helicóptero que vi en el MOMA de Nueva York, Nixon montándose en uno de ellos en la Casa Blanca cuando la abandonó después de descubrirse su marronera gestión del Watergate, Benedicto XVI jubilándose volando desde San Pablo a Castelgandorfo, Rajoy y Esperanza Aguirre indemnes…

Ah, los helicópteros, entrañables bichos.

Nos cuentan muchas cosas.

Los hemos inventado nosotros; como a los dioses.

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