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Sobre este blog

Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

Séneca en la Academia

Séneca en la Academia.

Elena Lázaro

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“La diversidad es incompatible con la intensidad”, ha dicho desde la mesa del tribunal y ha sonado a reproche.

“LA DIVERSIDAD ES INCOMPLATIBLE CON LA INTENSIDAD”, me han gritado mis neuronas desesperadas intentando establecer las conexiones adecuadas para asimilar semejante afirmación antes de seguir escuchando a la Mesa.

“Diversidad vs Intensidad” he garabateado en mi cuaderno  mientras escuchaba a la aspirante a catedrática repasar casi un cuarto de siglo de ejercicio profesional, docencia e investigación. Ha hablado durante más de una hora. Ahora es el turno del tribunal que enjuicia su capacidad y su talento en un acto con un protocolo y unas formas a medio camino entre lo académico y lo performativo, si es que realmente hubiera un camino entre los rituales universitarios y las performances, porque a mí me da en el birrete que son la misma cosa.

“Diversidad vs Intensidad”. Lo he subrayado en rojo justo antes de volver unas páginas más atrás a las notas tomadas la tarde anterior en un acto mucho menos protocolario y todo lo performativo que puede ser una charla entre dos personas amigas en un sofá con público escuchando.

“Dispersión no es mal // heterodoxia vs academia” había apuntado mientras conversaba en torno a su obra con el autor, activista, profesor, guionista y, a pesar de todo,amigo. 

Un cortocircuito neuronal me ha hecho pensar que ambas ideas garabateadas y subrayadas en rojo tenían algo que ver, pero he aparcado la idea para empezar el fin de semana, restando importancia a ese pensamiento y, lo peor, dejando que se quede ahí acechando. Las brutas somos lentas en nuestro raciocinio, así que las revelaciones suelen llegar en ocasiones menos solemnes que la caída de un caballo como le ocurrió a San Pablo. La mía fue delante de un flamenquín y una ración de bravas en pleno Domingo de Ramos.

A las dos de la tarde en un bar de barrio, con los camareros corriendo de un lado a otro, con más tensión que en Wall Street para encajar las comandas con las reservas y los pedidos para llevar, el Bar Séneca en el Campo de La Verdad fue el lugar donde caí en la cuenta de que la sentencia “La diversidad es incompatible con la intensidad” es la prueba irrefutable de que la “Academia abomina de la heterodoxia y la dispersión”.

Lo que se encerraba detrás del reproche disfrazado de consejo que aquel miembro del tribunal lanzó a la aspirante a catedrática era precisamente el fondo de la crítica que el autor del sofá lanzaba al público: la Academia sigue desconfiando de quienes diversifican sus líneas de investigación y/o creación en lugar de pasarse toda su vida profesional o creativa centradas en un único tema, en un solo asunto. Los “dispersos” molestan; sus trayectorias escuecen.

¿Y todo eso lo leíste en una ración de bravas y un flamenquín? (no disimulan, sé que esa es su pregunta). No, eso lo vi en la mirada del Séneca de la vitrina del bar, que me hizo pensar en aquellos filósofos -philosofers que inspiran la nomenclatura del PHD anglosajón- dispersos que creaban y pensaban diversos e intensos. Las bravas y el flamenquin me devolvieron en realidad a otra de las notas de mi cuaderno, cuando en la conversación del sofá le pregunté al autor amigo si por fin nos habíamos sacudido los complejos en Andalucía. Me respondió con un NO rotundo antes de meterse en una contundente argumentación sobre la falta de conciencia de clase.

“Complejos de pobres”, había apuntado en el cuaderno justo antes de hacer un examen de conciencia y enumerar situaciones en las que yo misma he camuflado mi identidad para que ningún tribunal me reprochase nada como a la catedrática.

Y allí, mirando la cara de Séneca, vestida de Domingo de Ramos, celebrando junto a personas a las que quiero en un bar de barrio ruidoso de camareros que sudan, corren y gritan sobre tu plato, rodeada de familias, con unas bravas y un flamenquín pensé que mi amigo solo tenía parte de razón, que algunas, como él mismo, como la catedrática, como yo, nos hemos sacudido los complejos. Ahora le toca a la Academia. 

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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

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