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Érase una vez Montilla...

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Alejandra Vanessa

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Érase una vez una de las primeras. Una de las primeras mujeres. Una de las primera mujeres en bañarse. Una de las primeras mujeres en bañarse en una piscina municipal. Érase una vez Amalia, una de las primeras mujeres en bañarse en una piscina municipal, la de Montilla.

Ahora parece una cosa de lo más natural pero antes, unos cincuenta años atrás, no todo el mundo lo hacía. El horario lo compartían entre mujeres y hombres. Es decir, las primeras acudían por la mañana, hasta las dos. Un silbato indicaba el turno de los hombres, hasta la tarde. Por su puesto, si alguna mujer se quería quedar lo permitían pero, si se quedaba, aquello era...

Entonces la vida de las mujeres estaba más reducida. La previsión de la mujer era dar con un buen novio porque la soltera terminaba como criada de la familia. Digamos que todo estaba previsto de otra manera, incluso la Ley. Lola, la tía de Amalia, cobró de por vida una paga de su padre por soltera. E incluso del hermano soltero con el que vivió también percibió una paguita.

Sin embargo, Amalia fue una de las primeras mujeres que salió de su pueblo para trabajar como profesora. Recorrió toda la provincia, de pico a rabo, antes de asentarse en Córdoba. Iba sola, sola, y no por cualquier razón. A su primer destino, una pequeña aldea, la acompañaron su madre, su hermana y el novio de ésta. Al despedirse se lamentaban: “Ay, Amalia, ¿aquí te vas a quedar?”. Y desde aquel momento decidió dos cosas: una, que se adaptaría muy bien allá donde el destino la guiase (donde le tocara, le tocaba) y dos, que no consentiría que nadie fuese con ella (bueno, hasta que conoció al que hoy es su esposo).

Aunque no cuento con fuentes contrastadas, es muy posible que fuese la mujer más joven de Montilla en tomarse una copa de coñac. Todo sucedió en un viaje de vuelta a casa en las vacaciones navideñas. Regresaba desde el Norte de la provincia, donde unos días antes habían sufrido una intensa nevada. Cuando llegó a Córdoba, antes de tomar el tren que la trasladaría a su pueblo, se acercó a la calle Málaga donde se ubicaba una cafetería muy chiquita. Miró fijamente a la camarera y sólo alcanzó a balbucear “Es que tengo mucho frío”, y la muchacha le respondió “Tómate una copa de coñac”, y ella medio asustada “¿Yooo?”. Cómo le vería la cara... Y qué frío llevaría, que se la tomó.

Un asunto nada más le quedó en el tintero, no ser una de las primeras mujeres que salían de nazarenas. Antes no salían porque eran de penitencia. Y ahora que son tantas las facilidades, ha perdido un poco la gracia. Cosas de la juventud, como el entrar y el salir, las romerías y participar en sus carrozas, llegar tarde a casa los días de Feria. Las historias de aquellos tiempos, y el modo de vivirlas: tan naturales antes, tan distantes ahora.

Pero Amalia piensa que tu sino está donde forjas tu vida. Y a ella le ha tocado en Córdoba. “Tus hijos forman sus pandillas, hacen su vida y tú con ellos y ya volver pierde sentido”. Eso sí, cuando vuelve es tan grande la alegría, y encontrarse con la familia, los amigos, los conocidos... Se saludan y se cuentan sus vidas porque se conocen desde siempre “¿Y tus niñas?”, “Y mis nietos...”, “¿Sigues viviendo donde tus padres?”, “A ver si nos vemos...”, a ver si nos vemos...

Pincha y escucha: El nacimiento de las peñas en Montilla

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