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Una mujer

Elena Lázaro

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Su vida no pasará a los libros de historia. Sólo fue una mujer más, nacida quizás antes de tiempo, que se convirtió en madre a los treintaypico, abuela con medio siglo y bisabuela con ochenta y tantos sin haberlo planeado.

Cuando le anuncié el nacimiento de mi segunda hija, me riñó.

- Hija mía ¿tú eres idiota?

- Abuelaaaa

- Es que no lo entiendo. Antes teníamos hijos porque había que tenerlos, pero ahora nadie os obliga.

- Sólo tendré dos, como tú, te lo prometo.

- Eso espero, si no, creeré que eres una absoluta inútil.

Así era mi abuela. Podría dulcificar su retrato y describirla como una abuela entrañable, rechoncha y cariñosa, pero mentiría. Amor nos dio a manos llenas, pero sin ñoñerías.

Viví con ella durante mi primer año de carrera. Acabamos una harta de la otra. Yo cansada de tener que dar explicaciones y ella aburrida de pedirlas. Sin embargo, no pasé una noche en su casa sin que viniera preguntarme si quería un vaso de leche o algo de comer mientras estudiaba. Entonces, aquellas interrupciones me enervaban. Me obligaban a tirar el cigarrillo por la ventana y a bañarme en colonia para disimular. Un día entendí que mis intentos de camuflar mi adicción al tabaco eran absurdos. Fue el día que encontré un cenicero en mi escritorio.

- Los vecinos se han quejado. Dicen que ya está bien de lanzar colillas por el patio. Usa el cenicero y no te preocupes, no se lo diré a tu padre.

- Vale abuela. Gracias.

No volví a fumar en mi habitación.

Mi abuela era una mujer fundamentalmente práctica. La conocí mayor, cuando acudía a misa a diario. Una costumbre que nunca trató de inculcar al resto de la familia. Decía que hacer proselitismo era cosa de beatas y que ella no lo era. Ella iba a misa porque era pobre. “Si tuviera dinero, iría a un club social. Como no lo tengo, voy a la parroquia, que es gratis”.

Probablemente exageraba, pero ese tipo de comentarios era la esencia de mi abuela, capaz de pasar una tarde entera tejiendo vendas por encargo del cura y luego decir que lo hacía sólo por si acaso era verdad lo del fuego eterno, que ella pasaba mucho calor en verano y no estaba dispuesta a abrasarse en el infierno. Sólo ella y mi abuelo sabrían cuánto habría pecado para merecerlo.

Su vida fue una vida sencilla, aunque cuando empezó su demencia llegara a inventar que fue dama de compañía de Carmen Polo. Puesto que le valió el respeto de las compañeras de residencia durante algo más de un año.

Había trabajado en el servicio doméstico, pero no en casa de los Franco. Fue después de la guerra, cuando a su padre, ferroviario de profesión, lo depuraron convenientemente y se quedaron sin dinero en Madrid, con una hermana que falleció de hambre y un hermano desaparecido en el frente. Fabricaban rosarios que ella y su hermana Encarna, la única que sobrevivió, vendían a las beatas, a las de verdad, a las puertas de las iglesias.

No hablaba mucho de aquel tiempo, aunque, en sus últimos años de vida, los recuerdos de la guerra y la postguerra brotaban con una sorprendente claridad de su despistada cabeza. El más claro de todos, el del día que llegaron a Madrid huyendo de Pozuelo y se alojaron en casa de sus tíos. Sus primas, me contó en varias ocasiones, cerraron con llave los armarios para no prestarles “ni unas bragas, las muy brujas”.

El lunes se fue y creí que todas esas historias, sus recuerdos y su peculiar sentido del humor habían desaparecido para siempre. Luego me senté con mis primos y reconocí sus bromas y sus momentos ariscos en cada uno de nosotros. Mi padre y mi tío me devolvieron alguna de sus historias y mi madre volvió a preparar bacalao frito siguiendo su receta. Entonces supe que las misas diarias y las vendas tejidas no habían servido para nada, porque, abuela, tú ya eras eterna.

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