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Bryan Ferry, de lujo

Concierto de Bryan Ferry en el Festival de la Guitarra de Córdoba | TONI BLANCO

Paco Merino

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Él sabe a lo que va. Bryan Ferry, camino de los 73, demostró en La Axerquía que mantiene esa capacidad de sorpresa que seduce a sus seguidores más fervientes, aquellos que ven en él al líder de la legendaria banda Roxy Music -más de cuatro décadas desde su irrupción en el panorama musical británico- y también a un artista que, a su manera, experimenta nuevas vías. Su trayectoria le permite un repertorio intachable, con saltos en el tiempo y una distribucion certera de sus hits más célebres -Avalon, More than this, Love is the drug, Slave to love, Virginia Plain...- para mantener al personal en un estado de excitación permanente. Es un tipo con clase. Su imagen de conquistador sofisticado permanece inalterable. Con chaqueta, camisa desabrochada, figura esbelta, pelo canoso y esa voz serena y cálida, como una caricia, supo encandilar al público y dejar en el aire de la noche cordobesa la sensación de que este episodio quedará en la historia del Festival de la Guitarra. La noche de Bryan duró más que la hora y media de recital.

El dandi británico compareció por primera vez en Córdoba flanqueado por una banda extraordinaria, cuya versatilidad llevó el show a otra dimensión. La guitarra de Chris Spedding, el saxo de Jorja Chalmers o la viola de Marina Moore crearon una atmósfera especial en la calurosa noche veraniega. Ferry compareció unos minutos más tarde de lo previsto, tras la sólida actuación de la artista invitada Nat Simons, que dejó buenas sensaciones con su folk americano. Luego llegó Bryan para ofrecer su esperada ración de rock glamouroso, aunque no se quedó ahí. El carismático artista regaló un menú de lujo servido con un ritual hipnótico.

Ferry fue desgranando sus temas al tiempo que flirteaba con el público con naturalidad exquisita, desprendiendo a la vez cercanía y autoridad. A veces de pie -con contoneo de caderas si la ocasión lo requería- y en muchos temas sentado ante el teclado. La compenetración con su banda fue absoluta y deparó instantes de virtuosismo. El batería, Luke Bullen, se lució tanto como Marina Moore en las cuerdas. Todo a mayor gloria de Brian Ferry. El de Durham no es un catálogo de posturas; su elegancia no es impostada. Con sonrisa de medio lado y dominio de la escena, Ferry se hizo con un auditorio intergeneracional, entregado al magnetismo de uno de los iconos de la música moderna.

Quienes esperaban bailar pudieron hacerlo pronto. Con Don't stop the dance, una de las joyas de su célebre álbum Boys and Girls (1985), no hizo falta llamada a filas. Ferry marcó los tiempos y dejó caer algún episodio de su pasado en las pistas con temas que ratificaron el potente legado de Roxy Music. Quienes buscaban extasiarse con sus interpretaciones más melifluas a la luz de la luna también se llevaron su material recordable. Y lo mejor del asunto es que en absoluto sonó a nostalgia.

La contundencia de una banda formidable, las voces negras -excelentes Bobbie Gordon y Hannah Khemoh- que abrazaban cada tema y la energía serena de Ferry dieron prestancia a un espectáculo en el que el artista británico mezcló con habilidad los clásicos de Roxy Music con versiones y algún tema de los que ha compuesto para la serie televisiva Babylon Berlin, un trabajo que publicará en disco el próximo octubre. El Jealous Guy de Jonh Lennon le sirvió para poner un brillante broche a lo que para los más devotos fue una noche memorable y, para el resto, un buen show. Viejas recetas y nuevos sabores para uno de los intérpretes más emblemáticos del pop-rock contemporáneo.

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