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El Gran Teatro flota con 'El Cascanueces' del Ballet Clásico de Rusia

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Manuel J. Albert

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La gravedad del planeta Marte es, aproximadamente, un tercio de la terrestre. Un ser humano caminaría sobre la superficie del planeta rojo con una zancada considerable. Con algo de coordinación, una carrera podría ser una sucesión de minisaltos de longitud. Y un verdadero salto, en sí, tendría un indudable espíritu de levitación durante, al menos, unos segundos. Todo eso, en teoría, porque nadie ha estado en Marte para comprobarlo.

Sin embargo, este miércoles por la noche, en un Gran Teatro repleto de público -se agotaron las entradas-, sucedió una distorsión gravitatoria en el escenario durante las dos horas que duró El Cascanueces. Interpretado por el Ballet Clásico de Rusia, su directora artística y primera bailarina, Evgeniya Bespalova, apenas rozó el tablado con la punta de sus zapatillas interpretando a Clara, la niña enamorada del juguete insuflado de vida.

El Ballet Clásico de Rusia no engaña con su nombre. En la mejor tradición decimonónica de rigor y precisión extrema, la formación despliega como un cronómetro atómico cada uno de los pasos, saltos, giros, vuelos, gestos y hasta sonrisas o fruncimientos de cejo que su treintena de bailarines y bailarinas ensayan ad infinitum desde hace años.

Con una puesta en escena propia del cuento que representan -lonas dibujadas y pintadas con aires de ilustraciones infantiles e incluso algún aroma a Disney- el elenco de artistas viste una sucesión de vestuarios con un punto casi kitsch y colores tan brillantes y llamativos como las cúpulas de helado de la catedral moscovita de San Basilio.

Un despliegue algo chillón que, no obstante, no distrajo a los espectadores. Es más, ayudaba a fijar la atención en las principales estrellas: la propia Bespalova y su compañero en la dirección artística Denis Karakashev, quien interpretó al Príncipe Cascanueces con una presencia que invadía toda la escena. Ambos, en sus bailes solitarios y en pareja, eran capaces de agrandar el escenario con su dominio del espacio, recorriendo el mismo como si fuese el gran salón de una casa nobiliaria o una calle nevada de una ciudad centroeuropea. Todo, al ritmo de la partitura de Tchaikovsky y el cuento de E.T.A. Hoffmann.

Este dominio de las dimensiones fue especialmente notable en el momento en el que los 29 miembros del ballet salían al unísono. Los cruces, las entradas y salidas, los giros y regiros, las coreografías. Cuadrado todo con extrema naturalidad. Insuperables fueron los momentos de las ratas invasoras contra los juguetes. O de la nevada, con unas bailarinas tocadas de unas imposibles crestas de bolas plateadas y unas coordinaciones tales que en conjunto -y con cierta sonrisa malvada- uno incluso podía imaginarse a las órdenes de Esther Williams en algunas de sus películas acuáticas.

Sin duda, una experiencia recomendable. Sobre todo para aquellos espectadores neófitos que, como quien suscribe, busque iniciarse en el disfrute de la danza (desde el patio de butacas).

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