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Eterna noche andaluza

Medina Azahara, en el Festival de Rock Andaluz en La Axerquía | TONI BLANCO

Rafael Ávalos

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Tener acuosos los ojos a cada instante. Sentir que la piel se eriza segundo a segundo. Saber que las emociones buscan una y otra vez el precipicio. Respirar el jazmín tras el zaguán imaginario. Observar la luz de la inmensidad sobre el Mediterráneo, y también el Atlántico. Mojar los pies en el Guadalquivir. Creer que las manecillas del reloj al fin detienen su bandolero cabalgar. Alzar la mirada, dirigirla a un lado y adivinar entre los cipreses la imagen del que no se fue. Escuchar y soñar. Pensar que el arma atravesó la carne, ya desgarrada. Entender que en ocasiones la música es como el gélido metal que palidece el rostro al brotar de la sangre. Sufrir la hermosa cuchillada del sonido sin época. Rememorar y conocer. Disfrutar con la certeza de que lo que vino se irá. Nada permanece y todo perdurará. Más aún cuando ese algo surge de las entrañas, como el agua del río, la Historia del monumento y la arena de la costa. De cualquiera de una tierra que otrora rompió sus cadenas, y sus complejos, al ritmo de lo que antes tuviera firma anglosajona -principalmente-. El rock andaluz nació para no morir.

Vibrar al compás que marca el latido. Saltar con el ímpetu de la niñez. Cantar con voz encendida que destrozó la timidez. Y volar. Sobre todo, volar. Tocar el cielo ése en el que quizá mantenga toda su atención el hombre que fue como la noche de su región. Sempiterno Jesús de la Rosa, caprichos del destino sus canciones se escucharon de nuevo cuando la memoria había de abandonar su fragilidad y en el lugar en el que un género valiente y siempre reivindicativo -y necesitado de reivindicación- alumbró a su más longevo representante. Córdoba, con la torre de la Mezquita Catedral agazapada pero elevada allá al fondo, regresó por unas horas, casi cinco nada más y nada menos, a los años en que la genialidad explotó. Gong abrió el camino, pero fue Smash quien lo señalizó. Y entonces llegó Triana. Y poco después Alameda. Y acto seguido Medina Azahara. Tres nombres tres, los de los grupos que probablemente fueron, y son aún, los más significativos de aquella corriente llamada rock andaluz. Esa osada disciplina que es atemporal, porque no tiene generación.

Cuando la música es libertad, las décadas no son frontera suficiente. Comprobado y certificado quedó en la noche del viernes en el Teatro de La Axerquía. Allí se dieron cita unas 4.000 personas -o quizá más- después de que días atrás se colgara el cartel de “no hay entradas”. Todos aguardaban para acabar con la cerrazón del candado de la caja de los sentidos. Bajo el título de Festival de Rock Andaluz, sobre el escenario posaron sus inquietudes artísticas, imperecederas como lo que generan, las tres más grandes bandas de ese fenómeno que tomara impulso definitivo en los setenta. Eran tiempos en los que una tierra timorata se olvidaba de la vergüenza y subía el volumen de su garganta. No sólo lo hizo con el inolvidable Carlos Cano sino también con otros como Alameda, grupo con orígenes en Huelva aunque se le considere nacido en la vecina Sevilla. Fue precisamente esta formación, con el insigne Pepe Roca al frente, la primera en aparecer a escena.

Y a la segunda canción, apenas superadas las nueve de la noche, un escalofrío hizo temblar el cemento. Sonó Noche andaluza, que lo fue de amor y de sur, como el tema versa. Aquellos setenta quedaron muy lejos, como cerca estuvo el corazón del pueblo que cantó. Luna siguió antes de que, tras dos letras más, al fin la brisa recorriera el teatro al espacio libre. Soplaron serenos los Aires de la alameda, que el grupo quiso dedicar a Córdoba, “la ciudad más bella”. Lo hizo en concreto Pepe Roca, cuya voz, a pesar de los rasgos de la edad, mantiene un sello plenamente reconocible. La magia ya existía. Desde ese momento sólo podía crecer. Bien que lo consiguió acto seguido con el recuerdo de José Monge Camarón y La leyenda del tiempo, el sonido que logró un hueco en la Historia. Alameda desplegó todos sus encantos, incluido como no pudo ser de otra forma su sobresaliente capacidad instrumental. E incluso se atrevió con un asunto que en cierto modo le era impropio. Su despedida, entre la calidez del público, tuvo lugar con Hey Jude, de The Beatles.

Pepe Roca derribó los muros sin temor. Decidió hacerlo para apagar el incendio de los nacionalismos en días en que trozos de tela visten sin abrigar. En tiempo de banderas ninguna es mejor que la música. Salió victorioso. Cerró brillante Alameda antes de que en La Axerquía hiciera acto de presencia Triana. Palabras mayores. Y eso que hubo quien mostró, antes del concierto, su desacuerdo con la continuidad de la banda. “Tributos sí, usurpación no”, rezaba un pequeño pedazo de papel que fue repartido a la entrada del teatro. Lo cierto es que la llama de la mayor vela que iluminó la oscuridad tenebrosa que por momentos trató de apagar eso que llamaron, y se llamará, rock andaluz, sigue encendida. Sobre las diez, la banda, que ya no es trío y no cuenta con ninguno de sus componentes originales, abrió su capítulo con Noche de amor desesperada. Después vinieron temas imborrables, cada cual más que el anterior: Señor Troncoso o Hijos del agobio.

De repente, En el lago trajo consigo el deleite con el virtuosismo único del cordobés José Antonio Rodríguez. La eternidad es una guitarra española. Por ejemplo la suya. Por supuesto no faltó Tu frialdad, y sonó Todo es de color, que tuvo reminiscencia también de Lole y Manuel. Fue así porque tuvo el sello de Lya. Los músicos, con Juan Reina como voz cantante, se convirtieron en prestidigitadores. La esencia de una tierra ya nunca más callada impregnó cada rincón. Teclado, guitarras, bajo… Triana no tiene tiempo, como tampoco Abre la puerta. Fue ése el final de la actuación de la banda de origen sevillano, que marcó el comienzo de una era diferente allá por 1974. Aunque fue un año después cuando salió a la venta su primer disco de larga duración. Vinilo. Y la voz de Jesús de la Rosa, cuya identidad era imposible de igualar por su heredero. Lo cual no significó, ni mucho menos, que bajara el nivel.

Más allá de las once y media de la noche, con el nuevo día aun con la luna presente a la vuelta de la esquina, la imagen de La Axerquía era la de una marea humana. Unos sentados y otros de pie. Desde el principio y hasta el cierre. Todos esperaban el golpe definitivo, el machetazo a la cordura. La gélida hoja cortó rápido con Medina Azahara, el último de los grupos en lanzarse a la aventura pero el más duradero. Desde 1979 las cuerdas no saltaron jamás -si lo hicieron, se repusieron-. Imaginar Paseando por la Mezquita en directo… Sucedió. Fue ésa, la canción que es una de las cumbres del género, la apertura de un bis que contó con tres temas. Después continuó Todo tiene su fin. Era un vaticinio, pero no una realidad. Porque al fin y al cabo la música del sur seguirá adelante contra viento y marea, contra tiempo y modas. Un coro gigantesco acompañó a la banda que lidera Manuel Martínez.

Son casi cuarenta años. Y eso no parece nada pero es un mundo. Cerca de cuatro décadas de música regada de ideas, de carreteras y vuelos, de estudios y muchos más escenarios. Tiempo que no pasó, que guardó la mirada de la madurez y recogió la de la juventud. La edad no importaba. Tampoco en el escenario, sobre el cual Medina Azahara hizo un esbozo de su larga trayectoria con temas como Palabras de libertad, Junto a Lucía, Hay un lugar o No quiero pensar en ese amor. O Córdoba, instante en el que los ojos estallaron en brillantez en compañía del pequeño Pedro. El finalista de la última edición de La Voz Kids cantó a la tierra que le vio nacer y que le abraza. El orgullo reventó sin necesidad de banderas. Fueron suficientes los acordes y la letra de una canción que es himno de la ciudad. Tanto, a pesar de tan diferente, como el Soy cordobés.

Con Medina Azahara llegó la conclusión de una cita plena de romanticismo. El punto final se tradujo en un público puesto en pie, con palmas y quietud. Parecía que nadie quisiera marcharse. Pero había de hacerse. Eran las dos de la madrugada. Ya surgía el 14 de octubre… Antes del adiós, el grupo cordobés tuvo la compañía de Jesús de la Rosa al interpretar El lago y Abre la puerta. Porque quizá sin que nadie le viera, el genio estuvo sobre el escenario. Lo pisó una vez más justo cuando se cumplían treinta y cuatro años de su pérdida. La carretera quiso robarlo y sin embargo le inmortalizó. Jamás se irá. Nunca se perderá el eco de su voz, la palabra que escribió y el sueño de Triana. Aunque lo parezca, nada terminará, como esta eterna noche andaluza.

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