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Que cuarenta años no es nada: Daniel Onega, la leyenda sigue

Homenaje a Daniel Onega en El Arcángel | MADERO CUBERO

Rafael Ávalos

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Que cuarenta años no es nada. Eso decían dos años atrás. Incluso alguno antes. Era el tiempo en el que España miraba atrás para recordar el paso de una dictadura a la democracia. Eran los días en que el país recordaba el período de la Transición. Que cuarenta años no es nada. Y es exactamente el doble que aquello que cantaba Carlos Gardel. “Volver con la frente marchita, las nieves del tiempo platearon mi sien”, eran los versos de ese tango eterno. Sonido argentino de otra época remota. Como lo es a la vista del presente el fútbol de hace cuatro décadas. De repente, el nuevo es, apenas por unos instantes, el viejo. Aquel vetusto estadio donde los sueños fueran realidad y la realidad un sueño inabarcable. Aquel ya extinto escenario en el que los gigantes empequeñecían y el pequeño se convertía en gigante. Sólo durante unos segundos, El Arcángel es sólo eso: el templo del cordobesismo. Sin tiempo, ni forma. El mismo, unos metros más acá o más allá, entre cuyas gradas un sentimiento perduró. Ése en el que, de alguna forma, siempre está presente la magia del argentino que no volvió.

Que cuarenta años no es nada. Eso creía cualquier aficionado cuando veía cambiar los años, incluso los decenios, sin pisar los campos de Primera. Era un vago recuerdo para los veteranos y un anhelo para los más jóvenes. Pero los primeros siguieron, y los segundos les secundaron. Jamás ninguno desistió. Que cuarenta años no es nada. Y alguno más hubo de transcurrir para que el Córdoba regresara a la elite. Un estallido removió los cimientos de la ciudad. “Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada”, continuaba la canción de Gardel. Entonces como ahora, así como los días en que el hechizo abrió la puerta a la penuria de la Segunda B, siempre sonó fuerte, y con insistencia, un nombre. Era el suyo. El de aquel argentino que en el viejo se hizo, a golpe de fútbol de andar por casa -que es el verdadero-, un hueco en el nuevo. Las décadas se sucedieron, pero la memoria jamás enmudeció. Los mayores impidieron que así fuera. Se llamaba Daniel y venía del otro lado del charco.

Que cuarenta años no es nada. Eso pensaría el prestidigitador desde su hogar. Quizá lo murmurarían en secreto Rafael Campanero y Rafael Barroso -el primero de la saga blanquiverde que creció dos generaciones más y que seguro continuará-. El segundo le abrazó desde otro lugar, seguramente mejor que este terreno mundo cada vez más oscuro. Que cuarenta años no es nada. Mucho menos para agotar la llama del hombre que abandonó la cúspide del fútbol de su país para enrolarse en un Segunda. Pero no uno cualquiera. Uno que debiera haber logrado el premio del ascenso. Una historia negra cubrió, cubre y cubrirá esa temporada 1974-75. “Que febril la mirada, errante en las sombras, te busca y te nombra”, eran los versos que acariciaba con su voz Gardel. Aquel hombre que era el mismísimo fútbol había de retornar. Aunque fuera mucho tiempo después. Y nadie dejó de, como dice la canción, repetir su nombre. Menos aún su apellido: Onega.

Que cuarenta años no es nada. Es lo que negaría quien viera sobre el césped a ese futbolista que lo fue crecido en Las Parejas. Juego de barrio, del que siempre gustó. De ése que siempre significó genialidad. “Es el mejor futbolista que vi pasar por aquí”, repiten aún hasta la saciedad aquellos afortunados que observaron su embrujo con la blanquiverde. Esos que hicieron contemplarlo, con la imaginación, a quienes nacieron en décadas posteriores. Todos saben cómo se llama y todos le recuerdan aún cuando ni le conocieron. Es Daniel Onega, aquel jugador que durante cuatro temporadas dio alas al Córdoba y a El Arcángel. Aquel jugador que rápidamente pasó de ser uno más a ser la leyenda. La más grande quizá, junto con Juanín, de un club que por unos días recuperó parte su historia. Sacó las hojas con ese capítulo del baúl y las desempolvó tras un período de reprochable amnesia voluntaria.

Que cuarenta años no es nada. Es la idea que barajaría el hombre, el futbolista, el mago, el mito. Daniel Onega regresó a la ciudad unos días atrás. Lo hizo después de cuatro décadas. Nunca había vuelto tras abandonar el equipo en el que su recuerdo permanece imborrable. Y ante el Tenerife era, había de serlo y no existía otra opción, protagonista primero. El Córdoba le rindió su más merecido homenaje a quien con un tango y otro en sus botas regaló tardes memorables a los veteranos. También a los jóvenes, gracias a las batallitas de sus mayores. Apenas su nombre sonó, una ovación hizo vibrar El Arcángel. En el nuevo como en el viejo. Que cuarenta años no es nada. Le aguardaban en la banda. Él, con la sencillez del genio, golpeó de nuevo el balón. A sus setenta y dos primaveras. Con el pelo canoso, con chaqueta, con una sonrisa posiblemente jamás imaginada por él. “Vivir con el alma aferrada, a un dulce recuerdo, que lloro otra vez”, terminaba el estribillo de Volver. El llanto desapareció al latido de miles corazones que fueron uno. La leyenda sigue. Y tiene mucho, todo, de cierto.

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