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Kurt Rosenwinkel: tropicalismo encapsulado, deserciones clandestinas

Kurt Rosenwinkel, anoche en su concierto de Córdoba | MIGUEL ÁNGEL RAMOS

Juan Velasco

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Llegaba el público del Festival de la Guitarra un tanto cansado a esta penúltima jornada, tras una semana en la que la música ha brillado intermitentemente, y en la que sólo la calidad de algunos intérpretes ha podido salvar la programación de un naufragio de público que parecía cantado hace unos meses cuando se presentó la programación.

No obstante, en el Gran Teatro se han escrito algunas de las –pocas- páginas memorables de esta edición, y era el escenario donde cerraban esta cita dos guitarristas y compositores de notable talento y pericia: hoy, nuestro gran José Antonio Rodríguez, y ayer el protagonista de esta crónica, el norteamericano Kurt Rosenwinkel.

A la espera de ver cómo se resuelve esta noche el concierto del brillante guitarrista cordobés, el de Rosenwinkel se celebró ayer con poco entusiasmo en un Gran Teatro que apenas logró cerrar medio millar de localidades, y de las cuales quiero pensar que habría bastantes regaladas, pues las deserciones clandestinas en pleno concierto se fueron sucediendo con cuentagotas, prácticamente desde la primera canción.

Lo cierto es que el gran Rosenwinkel, un talentoso músico de sesión que ha editado en sellos tan prestigiosos como Verve, debutaba en Córdoba con un disco debajo del brazo que pedía aire libre: Caipi (Razdaz Records) es un tributo al tropicalismo brasileño de corte más psicodélico, perpetrado por un multiinstrumentalista norteamericano que vive en Berlín.

Su propuesta, como digo, estaba marcada por una suavidad musical y lírica propicia para una terraza al aire libre, por lo que, en el Gran Teatro, parecía un tanto encapsulada. Ello a pesar de que el combo con el que aparecía el maestro era puro talento joven multirracial: Bill Campbell (batería), Antonio Loureiro (percusión y voz), Federico Heliodoro (bajo), Olivia Trummer (piano y teclados), Pedro Martinz (guitarra, sintetizador y voz) cumplían sobradamente su tarea y coloreaban a la perfección la música compuesta por Rosenwinkel, que, por su parte, dejaba margen sobrado para la improvisación de todos y cada uno de sus músicos.

Rosenwinkel aportaba ese bello timbre que es capaz de dar a la guitarra, a la que convierte a menudo en un cantante. No estaba, sin embargo, tan afortunado cuando se aventuraba en incursiones a viva voz, una faceta en la que patina un poco y que, por suerte, dejaba más a menudo en manos de Pedro Martinz, cuyo timbre sí que trazaba puentes directos con el de los tropicalistas Tom Zé o Gilberto Gil.

Entre la suavidad, la pericia técnica de los músicos y el desvarío psicodélico en algunos pasajes transcurrió el recital de Rosenwinkel, uno de los tapados de la presente edición, que tuvo la mala suerte de dejarse caer por Córdoba en un año que debería marcar un antes y un después en la programación del Festival de la Guitarra, una cita musical que necesita mucho más que Jazz para salvar los muebles y que requiere una remodelación inmediata si no quiere silenciar los aplausos antes de cumplir los 40.

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