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Raphael siempre será aquél

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Rafael Ávalos

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Es tenebrosa en la ciudad. Las luciérnagas que parecen ser en el cielo son menos y más tristes. Y sin embargo en la del sábado sobresalen especialmente al calor y amparo de la luna. La noche cae lenta pero inexorablemente. En el graderío, casi tan amplio como un estadio de una pequeña localidad, el Universo cobra forma de otro modo. Una melancolía rara avis por ser feliz recorre el cemento y las sillas. También lo hacen el deseo, la pasión y por momentos el fervor. De repente, un estruendo rompe la calma de todos cuantos aguardan. Mucho más de 3.500 cuerpos con sus corazones y almas reciben un golpe en el pecho por un sonido inesperado. Una ovación es tormenta en ese instante; una tormenta que no viene del cielo sino que sube hacia él. Ya pisa, con puntualidad británica -o suiza, por aquello de los relojes-, el hombre que quiere vivir en una gran noche eterna. Es ése que como la estrella jamás deja de brillar aun cuando, y mucho menos entonces, pierde la vida. Desde el primer segundo, desde que el viento se convierte en suspiro, todos saben que Raphael siempre será aquél.

Será aquél que fue y que es. Incluso cuando la vida muestra que absolutamente nada es para siempre. Ni siquiera sus Infinitos bailes, esos que dan título a su último disco y sirven de apertura de cada concierto de su actual gira, lo son. Recorre España el cantante de Linares con un eslogan que lo dice todo: Loco por cantar, que por otro lado es la forma distinta de conocer, entre paréntesis, una de sus más recientes canciones. Se llama Igual y la firma Diego Cantero, de Funambulista. Arranca el recital con una indiscutible y firme declaración de intenciones, Aunque a veces duela (de Dani Martín). Porque quizá pueda doler y resultar un padecimiento observar con atónitos ojos cómo los años ajan las más grandes riquezas. Más si cabe si son ésas que uno cree que jamás van a relucir en menor medida. Pero la existencia es virulenta con cualquiera. Para Miguel Rafael Martos Sánchez, o Raphael desde que iniciara una extraordinaria carrera bajo el sello de Philips, también es una espada que cercena. Sin embargo, él mantiene su completa Provocación -y gracias, don Manuel Alejandro-.

Desde antes de las nueve de la noche una fila cuasi interminable rodea el teatro de La Axerquía y alcanza el perímetro lateral del cementerio de La Salud. Desde antes de las nueve los amantes de un artista de uranio -de tal tiene el disco junto con, cuentan que son sólo ellos, Michael Jackson, Queen, AC/DC y U2 (sólo los dos primeros están asegurados además del linarense)- dan muestra de una imperecedera admiración. Y son de todas las generaciones posibles: están aquéllos que recuerdan los días de los sesenta del pasado siglo, cuando el tipo arrancara su larga andadura -más de cincuenta años atrás-, y también los que creen sentir nostalgia de un tiempo no vivido. A las diez la temperatura es la que es por estos lares -en esos anticipos, cada vez más tempranos, de verano insoportable- y él, a pesar de todo, aparece con chaqueta de tres cuartos. Viste de negro impoluto -que éste lo puede ser igual que el blanco-, ese color que le acompaña sobre el escenario desde hace décadas.

Sus primeros pasos los da con canciones de su último álbum, en el que reúne letras de jóvenes cantautores como la cordobesa Vega -ella es creadora de La última ovación, primera composición claramente dedicada a su mujer, Natalia Figueroa-. Es en sus primeros pasos también cuando queda al descubierto la realidad. Ésa no es otra que la afonía que percute la garganta de Raphael, que aun así surge en el escenario con la magia que tuviera en el día original de un camino al que, a buen seguro, todavía le restan no pocas etapas. Los años hacen estragos en esa voz profunda y grave del hombre que de Linares saltara al mundo. Quizá suene diferente, y con menor longitud, pero al tiempo es oída de idéntica manera que tiempo atrás. “Si confundes tu cuerpo con tu alma es que estás enamorado”, describen sus tímidas palabras, que son cuasi susurros en ocasiones, cuál es su perenne manera de ver, sentir y desarrollar la vida. El escenario es su aliento, que se pierde entre el estremecimiento, a veces enojado y emocionado en otras -las más-; la música es su latido, tan lánguido en apariencia como resistente -y persistente, por fortuna- en verdad.

Quizá el precio del concierto resultara excesivo para las circunstancias. La dificultad a la hora de entonar versos es creciente conforme avanza el recital, que con todo es un espectáculo hechizante. Porque Raphael es, como lo fuera antaño y como lo será en adelante, un prestidigitador sobre el escenario. Devora cada centímetro si se trata de espacio, así como cada milésima de segundo si uno habla de tiempo. Es Mi gran noche, ésa que el propio artista cree que es eterna -y por desgracia es efímera- y que Rafael de León y el gran Manuel Alejandro le regalaran tras la traducción de Jorge Córcega para Salvatore Adamo. “Hoy para mí es un día especial”, dice el linarense al tiempo que el público, más de 3.500 individuos e individuas -según el nuevo lenguaje es así- de todas las edades, empieza a tararear y acompañarle. Y resulta que la compañía es como el abrazo de un amigo, ese apoyo fundamental cuando el oxígeno parece agotarse.

La grandilocuente luminosidad del faro que es desde 1962 la voz de Raphael no es óbice para pasar por alto su dolorosa -seguro que más para quienes escuchan que para él- pérdida de sonoridad. Las palabras salen cada vez más a modo de la Cortina rasgada tras la que un día se escondiera Paul Newman. Que el actor fuera irrepetible como el cantante de Linares es sólo casualidad que descubre ése que escribe. Eso sí, puede que la garganta no sea la de otrora -y aun así poco importa-, pero el espíritu es el de siempre. No pierde aquél que viera en Philips el ph de su musical piel su, todavía a día de hoy, inalcanzable capacidad de tragarse el escenario. Es actor y además de su propia película, la que muestra ante una grada apasionada a pesar de poco cálida. Es Córdoba. Surge No puedo arrancarte de mí tras asumir que Cada septiembre (de Vanesa Martín)… y desvelar los secretos de La carta de Rozalén.

Parece lúgubre la noche y es feliz. Parece palidecer el ídolo y sigue tan presente, y en su pedestal, como el primer día. Parece que el silencio gana la partida y las palabras no dejan de brotar. Continúa el concierto con regalos como Cuando tú no estás o Estuve enamorado, también de La quiero a morir (de Francis Cabrel) o Adoro (del maestro del bolero, Armando Manzanero). Y de repente La Axerquía es Viña del Mar, y el escenario de ese festival inmortal. Suena Gracias a la vida y Violeta Parra acaricia a Raphael, que comienza su esfuerzo cuasi sobrehumano. Las cuerdas vocales no dan para más. Probablemente lo mejor hubiera sido para el artista, una estrella que no morirá jamás -por aquello de que la luz sigue intensa años y años-, realizar una gira menos extensa o más liviana. Son 74 las primaveras que tiene a sus espaldas; 74 los años cumplidos cual geranio del Alcázar Viejo el pasado 5 de mayo. Pero ninguna circunstancia es viento que sople tan fuerte como para apagar la luz del cirio.

La vela alumbra el teatro de La Axerquía, con una temperatura más agradable pero aún insolente, cuando la medianoche se acerca. ¡Y ahí está la conjunción perfecta! ¡Y ahí está el verso de Manuel Alejandro en la voz de Raphael! Es instante de recordar que Estar enamorado es vivir En carne viva -como la garganta del cantante- e insistir a la hora de plantear Qué sabe nadie lo que significa ser una llama inextinguible. Uno, dos y varios intentos después de finalizar el concierto, el linarense culmina 140 minutos de extraña magia y un repertorio con más de una treintena de canciones con Yo soy aquél -otra vez Manuel Alejandro-. Hay quien pueda considerar triste, e incluso pobre, la actuación de este sábado en La Axerquía. Hay quien pueda creer que “una retirada a tiempo es una victoria”. Y sin embargo lo único que queda claro tras un espectáculo en mayúsculas gritadas en voz baja es que Raphael siempre será aquél.

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