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En los pasillos del Kit Kat Klub: la magia de ‘Cabaret’, desde dentro

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Rafael Ávalos

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Son las ocho y veinticinco de la tarde. Parece que no pero todo está a punto para el comienzo de una nueva función. Sólo faltan trescientos segundos para que arranque otra noche mágica. Los miembros del elenco, los que primero aparecen en escena, recorren las escaleras. Ya vestidos y preparados, ya metidos de lleno en cada uno de los personajes que han de interpretar. Buscan las tablas y de repente el camerino para un último retoque. O un aviso a los compañeros. Mientras, poco a poco, las butacas vacías escasean en el teatro. Los espectadores toman asiento, que esta vez lo es también de una sala de variedades. Todo está dispuesto para que el más famoso night club de todos los tiempos, un lugar eterno, acoja otra vibrante sesión. El Kit Kat Klub abre sus puertas y el público descubre sus secretos. Pero estos sólo son los que están al alcance de quienes compran entradas. Más allá del escenario hay muchos otros. Son los que conducen al éxito de cada show, los que permiten que el espectáculo sea perfecto. Es la vida oculta de Cabaret, que CORDÓPOLIS conoce desde dentro para mostrar a sus lectores los recovecos del musical en el Gran Teatro.

Cuando desaparece el telón, que en este caso es diferente al habitual, ante la mirada del espectador surge un mundo nuevo. Toda una compañía, artistas y equipo técnico, transportan al público a otro lugar e incluso a una época bien distinta. Como cualquier obra en realidad, pero especialmente una como ésta. Varios decorados, efectos de luz y sonido, una orquesta, un amplio elenco, un vestuario cambiante -en casos muy cambiante-, el maquillaje, la peluquería… Es Cabaret, que desde hace una semana y hasta el domingo recala en Córdoba dentro de una gira nacional a la que aún le resta no poco recorrido. Desde fuera, todo tiene apariencia de sencillez. No lo es y a la vez sí. Detrás de lo que la gente ve y disfruta, de lo que permite sentir tal y como siente cada personaje, existe un intenso trabajo. Una labor complicada, aunque a la par es fácil dada la implicación y coordinación de cada integrante de la compañía. Es de esta forma como quien ocupa su butaca sólo debe tener su atención puesta únicamente en la magia del espectáculo.

La función arranca a las ocho y media -en esta ocasión- pero la actividad en el Gran Teatro lo hace mucho antes. A las siete está a punto de concluir la prueba con cada escenografía de cuantas han de aparecer a lo largo de la obra. Y no son pocas: una pensión, una habitación de la misma, un gigantesco billete de dólar o una frutería son algunas de las estructuras descendentes de Cabaret que se superponen al escenario principal, el Kit Kat Klub. Dirige esta labor el regidor, Joaquín Yver, que muestra los primeros secretos de un espectáculo de grandes dimensiones: mueve casi una decena de camiones cargados de innumerable material, el que da forma a cada lugar sobre las tablas, el vestuario… Él tiene todavía mucha tarea por delante, como todos los días en los que hay representación, y con ésta se pone. Antes, una compañera enseña un panel con tres pantallas. En ellas observa lo que sucede en escena para coordinar los distintos cambios de ubicación, entradas y salidas de intérpretes… Tras el night club, una colección de baúles y buena parte del vestuario y la peluquería que deben usar los actores y las actrices a lo largo del show.

Uno de los encargados de dar vida a otro individuo es Ángel Padilla, que en realidad se convierte en tres personajes. Es alternante de tres compañeros. Esto es que toma el relevo a algún compañero en determinadas funciones dentro de una parada en una gira. En su caso, se mete en la piel, cuando le corresponde, de Clifford Bradshaw, de Ernst Ludwig y de Herr Schultz, tres papeles muy opuestos entre sí. Además, conoce a la perfección a Emcee por si se diera el caso de que hubiera de responder a algún contratiempo de Armando Pita, que es quien representa al maestro de ceremonias del musical. Eso es lo que se denomina cover. El actor nacido en Córdoba pero criado y formado en Alcalá de Henares lanza esas primeras pinceladas entre pelucas y antes de iniciar su tour por las entrañas del teatro. Comienza el trayecto por los pasillos del verdadero Kit Kat Klub, que no son otros que los del Gran Teatro estos días. Después de subir las primeras escaleras, en la zona de camerinos los intérpretes aguardan. Los hay que todavía no están en su estancia. Cada cual tiene su manía, como tomar un café lejos del hogar de los sueños, a los que ellos dan alas cada noche. Otros salen y se dirigen a las tablas, con la ropa más cómoda posible, donde tienen deberes que hacer. Son las siete y media aproximadamente y en el silencio del patio de butacas de repente se escuchan gorgoritos, que son perfeccionamientos de notas cuando llega el director de la orquesta. Es el calentamiento vocal que siempre antes del espectáculo realiza el elenco. Un calentamiento que también es corporal entre quienes más baile tienen en sus papeles.

La actividad no cesa. Mientras los técnicos y los regidores continúan con lo suyo, que no es poco, y ultiman los preparativos en su apartado -esencial como todos-, en los camerinos comienza a ser mayor el ir y venir de integrantes del reparto. Ángel Padilla dirige sus pasos hacia el pasillo principal de camerinos y llama a una puerta. Es la de Armando Pita, que en Cabaret se convierte en un personaje que es toda una joya a nivel interpretativo -hasta ahí se puede leer-. Está frente al espejo y se da las primeras capas de un elaborado maquillaje. Toca esperar para ver el resultado final y el guía sube una planta más para conducir los pasos curiosos hasta un cuarto en el que Chelo Bernabéu y su compañera cosen las costuras vencidas de algunas piezas del enorme vestuario del musical. Más de trescientos atuendos reúne la obra y en torno a la mitad de esa cantidad es la que utiliza el elenco en cada función. ¿Es necesario hacer arreglos todos los días? Pues sí, debido a que el vestido y desvestido es más brusco. Cada cambio de ropa se da con la obra en marcha y no hay tiempo que perder: varía según la escena, pero puede ser menos de un minuto.

Por encima de las ocho, en otra estancia, escaleras abajo, cinco chicas están frente a los espejos. Descubren su hábitat en el teatro entre sonrisas y de buen grado. Todavía se encuentran con ropa de calle. Se maquillan mientras comentan y ríen. El ambiente es agradable en cada rincón. No puede ser de otra forma, pues son meses de viaje por España. Por los pasillos vuelan versos de un bolero bien cantado. Es uno de los actores, que busca su camerino. Tras unos minutos, las actrices que dan vida a las compañeras de Sally Bowles -en esta ocasión María Adamuz- en el Kit Kat Klub sugieren que es hora de cerrar la visita: tienen que vestirse. Puerta cerrada, claro está. Alejandro Tous (Clifford Bradshaw) continúa por ahí con una amplia sonrisa, que también luce Enrique del Portal (Herr Schultz). Y Víctor Díaz ya es Ernst Ludwig tras su café. Unos suben, otros bajan. Se empieza a respirar el comienzo de otro show. Apenas son necesarias advertencias de tiempo, pues todos lo tienen medido. Eso sí, comienza una ligera contrarreloj en la que Armando Pita culmina junto a la encargada de maquillaje y peluquería del musical, Laura Domínguez, el cuadro de colores de su rostro. Casi está listo Emcee.

En las escaleras, en las entrañas del Gran Teatro, que estos días son los pasillos del Kit Kat Klub, surge el desorden controlado. Porque todo está calculado al milímetro, todo componente del elenco preparado y todo elemento de la escenografía en su lugar y dispuesto para funcionar. Los equipos artístico y técnico son uno. Los actores y las actrices comienzan a posicionarse entre bambalinas. Mientras, sin saber nada de lo que sucede más allá del escenario, el público comienza a llenar el patio de butacas, las plateas, el anfiteatro… Los duendes curiosos, con preguntas y cámara de fotos, dicen adiós. Parecen resistirse, pues se sienten como niños en pleno juego en el parque. Son las ocho y veinticinco. Faltan trescientos segundos. La función está a punto de comenzar. Los espectadores aguardan para volar al Berlín de los años treinta del siglo XX desde el exacto instante en que suene Willkommen, para notar el crujido de sus emociones, para vibrar con la representación. Pero lo que ven sería imposible sin lo que no observan y cuyo resultado es el merecido aplauso, tras cada escena y al final. Cuando todo haya terminado, tiene lugar otra cuenta atrás. La magia de Cabaret, desde dentro.

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