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Un rugido sin mordisco en la noche del bocadillo

Aficionados animando al equipo | MADERO CUBERO

Rafael Ávalos

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El compromiso del Córdoba sobre el campo tiene respuesta en la actitud de una afición que pone ambiente de Primera, pero que no logra celebrar el primer triunfo del curso

Son las ocho y media de la tarde. La noche comienza a hacer acto de presencia. Casi sin que nadie se percate, la luna ocupa su lugar en el cielo. En su delgadez, apenas perceptible, se esconde tras la cubierta del Anfiteatro. A buen seguro pocos la miran mientras caminan por El Arenal. La explanada se abre a una marea humana que tiene claro el rumbo que ha de seguir. Muchos caminan distraídos, con la cabeza puesta en lo que realmente importa. Otros conversan con un familiar, un amigo o simplemente un conocido con que comparten pasión cada dos semanas. Esta vez sólo tras siete días. El triunfo y nada más. Cada cual hace la ruta a su manera, pero ninguno olvida cuál es el objetivo. Dentro del estadio, la grada empieza a poblarse hasta tomar nuevamente un aspecto de Primera. El ambiente, esperan en el césped, también debe ser de digno de esa categoría. La situación es complicada y es necesaria una respuesta clara por parte de quienes alientan cada esperanza, cada sueño.

A las nueve, la más mínima que pudiera existir en ese sentido se disipa. El himno suena como siempre. O como nunca. La verdad es que el rito resulta emocionante siempre, tal y como si jamás hubiera tenido lugar. La treintena de valientes seguidores rivales, viajeros intrépidos que recorren todo el país para acompañar a su equipo en la otra punta de la piel de toro, observan asombrados. Alguno que otro utiliza el móvil a modo de cámara de vídeo e inmortaliza el momento, que casi impresiona más ya a extraños que a propios. Cuando empieza el choque, llega el primer rugido. Retumban los cánticos y el Córdoba recibe el aviso. “No estamos solos”, deben comentar para sus adentros los encargados de defender un escudo que necesita de intensidad. Lo dice Ferrer, ésa es la clave. Y en esta ocasión, ante un rival directo en el inicio de curso y con la obligación de la victoria, el equipo lleva a efecto la idea. Ni un segundo de descanso, ni un espacio sin cubrir, ni una gota de sudor sin derramar.

La primera parte resulta positiva, aunque no tanto como para que la oración resuene con fuerza en el templo de las ilusiones blanquiverdes. Pero la entrega tiene premio y la afición vuelve a recordar que ese equipo al que sigue nunca caminará solo. Llueven los aplausos, que preceden el instante de la comilona. Porque es hora de consolar al compañero estómago. Los bocadillos aparecen por doquier. A la derecha, uno de chorizo; a la izquierda, uno de tortilla. En el centro, el despistado que habrá de esperar a la vuelta a casa para llenar la panza. Los que cenan toman fuerzas y los que no ya las tienen, como si de Obélix se tratara, parece que cayeron a la marmita y no requirieran probar el caldo del cucharón. El segundo acto está por arrancar. Son las diez, hora de dormir. Ése es el motivo por el que algún que otro pequeño no está en su sitio. “¿Y el nene, se quedó en casa hoy?”. El padre contesta como era de prever: “Es muy tarde”. La hora no será buena para los niños, pero sí perfecta para buscar los tres puntos del alivio.

El que no crea que coja la puerta. Nadie abandona su asiento. Eso es que la afición al completo tiene confianza. Lo visto en el primer tiempo da alas. Y en la reanudación la intensidad del Córdoba sube, tanto como para tocar la luna, que sigue escondida tras la cubierta del anfiteatro. Por momentos, sin embargo, parece estar en letargo el león. No ruge. No asusta al rival, que se muestra incapaz de acabar con la total superioridad de ese equipo al que todos tratan como cenicienta. Merece respeto y se lo gana. Poco a poco, la grada capta el mensaje que once tipos lanzan desde el césped. Entonces sí, como si no existiera mañana, como si todo fuera a vida o muerte, el estadio vibra. El cordobesismo recupera su latido y recuerda “jamás, jamás, te dejará esta hinchada”. El final está próximo, el bocadillo casi digerido y el postre del gol se vislumbra, pero no se saborea. Lo catan los seguidores blanquiverdes, pero se lo arrebatan. El tanto de Pantic no vale. Otro empate, injusto resultado para un alma que es la de más de 16.000 en la grada y de 11 en el campo. Aunque con el compromiso de unos y otros, todos se marchan con la seguridad de que la próxima vez, seguro, habrá mordisco.

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